lunes, 15 de diciembre de 2014

Persiguiendo una luz cegadora... "Y a lo lejos, una lucecita" (Manuel Chaves Nogales, 1937)



Manuel Chaves Nogales
(Sevilla, 1897-Londres, 1944)
En 1937 el semanario francés Candide¸ la revista mexicana Sucesos para todos, el diario británico Evening Standard y el neozelandés Weekly News sacaron a la luz de forma casi simultánea una serie de relatos de Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897-Londres, 1944), escritor y periodista español, director del diario Ahora, afín a Manuel Azaña, entre 1931 y  noviembre de 1936. Fue durante esos convulsos días de otoño, con la batalla de Madrid a punto de desatarse y el gobierno de la República estableciéndose en Valencia, cuando nuestro autor, republicano por convicción y liberal por temperamento, decide abandonar la capital para emprender un exilio que le llevará, con su familia, de Barcelona a París y de allí, perseguido por la Gestapo, a Londres, donde fallecerá a la edad de 47 años.

Poco después de aparecer dichos relatos, la editorial chilena Ercilla los reunió en un volumen con el título A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, a la que siguieron las ediciones inglesas de Nueva York, Londres y Toronto entre 1937 y 1938. Curiosamente, la edición inglesa de Heinemann (Londres-Toronto, 1938) lleva por título el de una de las narraciones en ella recogidas, And in the distance a light…?

El argumento de Y a lo lejos, una lucecita da pie a Chaves Nogales a llevarnos de la mano, como Dante por el infierno en la Divina Comedia, a lo largo de apenas 26 páginas y en el intervalo que va de la noche de un día al amanecer del siguiente, por la geografía del miedo de una ciudad, Madrid, a cuyas puertas se aproximan las tropas rebeldes. La excusa: el traslado precipitado de un depósito de municiones a los sótanos del Teatro Real a causa de una filtración de su ubicación por los espías al ejército enemigo. En esta atmósfera de psicosis generalizada Pedro, miliciano anarquista de guardia durante la noche en una calle del barrio de Salamanca, detecta una luz intermitente transmitiendo señales desde la azotea de uno de los edificios que custodia. Finalizado su servicio, ya en el cuartelillo o ateneo libertario instalado en los bajos de uno de los palacetes del barrio, escucha junto a sus compañeros las soflamas lanzadas a diario por Queipo de Llano desde Radio Sevilla, insistiendo en la inminencia de la entrada de las tropas de Franco en la ciudad y apostillando: “… Sí, señor; han metido las municiones en los sótanos del Teatro Real con mucho sigilo. Pero aquí se sabe todo. ¡Ja, ja, ja!”. Informado Jiménez, el responsable del grupo (“un muchachito pálido y delgado, con ojos de loco disimulados tras unos gruesos cristales”) de la posible existencia de un emboscado en las proximidades, y enardecidos por las palabras del general speaker, se inicia una auténtica cacería del hombre encabezada por él mismo, Pedro y un par de milicianos más.
Londres-Toronto, 1938

Como si de una road movie se tratara, persiguiendo una luz capaz de cegar los sentidos, saltamos del barrio de Salamanca a una torre de Santa Bárbara, y de allí a un hotel de la Gran Vía, el Paseo de Rosales, una casita en la Cuesta de las Perdices, un hotelito en el Plantío, una choza de pastor en Torrelodones, un sanatorio antituberculoso cerca de Navacerrada “evacuado ya a medias” hasta llegar, con las primeras luces del alba a una meta que, aunque previsible, no deja de sorprender.

Más que los catorce muertos con que se salda esta carrera infernal, importa destacar el acertado uso que hace Chaves Nogales de la simbología para expresar la profunda repulsa que le provoca la guerra y sus secuelas, su capacidad de distorsionar lo humano que queda en el hombre sometido a presiones extremas. Ya desde el principio, la calle, y por extensión la ciudad, se presenta como una “sima honda, larga y negra. Una hendedura [sic] en la corteza de un astro muerto”, idéntica impresión que inspirará siete años después, el mismo del fallecimiento de nuestro autor, el primer verso de Hijos de la ira (Dámaso Alonso): “Madrid es una ciudad de un millón de muertos”.
La edición chilena de 1937

También resulta curioso el abuso de los tópicos, como ya sucediera en la obra de José Herrera “Petere” Acero de Madrid, presentando ciertos barrios de la ciudad con una tacha, merecida o no, de sospechosos, como el Paseo de Rosales, cuyos residentes, todos acomodados, “habían huído al campo faccioso o estaban presos”; así como la descripción de los comportamientos, de los que sobresale, por el detenimiento con el que lo analiza Chaves, el de la señorita Carmiña “hundida entre los encajes de un lecho de gran espectáculo”, o las pinceladas con las que retrata y machaca a algunos personajes, así el “buen señor gordo y calvo con aire de burócrata”

Los que matan y los que mueren no le merecen a Chaves Nogales ningún respeto. Él mismo, como confiesa en el prólogo de A sangre y fuego… se apartó “con asco y con miedo de la lucha”, por lo que su posición respecto a lo tratado no puede ser más fría y distante. Son simples máquinas de matar y de morir. Los unos, matan descerrajando un tiro en la nuca de su víctima, a la que ni siquiera son capaces de mirar a la cara; (“¿Quién era? ¿Cómo sería su cara? ¡Bah! Uno; un enemigo menos. ¿Qué más le daba?”); los otros mueren sin un asomo de dignidad, sin una protesta, sin apenas defenderse, cayendo “como un guiñapo”, con “un aire grotesco y elegante de pierrot de trapo”, “como en una escena de polichinela, [desplomándose] sin proferir un grito”, “sobre la grava del sendero quedó tirada una pierna fina y larga como esas piernas de cera que se exhiben en los escaparates”.

Chaves Nogales y Fernando de los Ríos
No hay grandeza en los que asesinan por la espalda, como tampoco la hay en la señorita Carmiña, la amiga del Ministro de la Gobernación y del Director General de Seguridad, en el comandante de Ingenieros, en el “pastor” que muere blasfemando, y en cuya coronilla “erizada de pelos cortos y tiesos, se le advertía aún la señal de la tonsura”…

Por no hablar de aquellos personajes menores definidos por su actitud: los dos milicianos que no dudan en abandonar a Pedro y a Jiménez cuando descubren la locura que los empuja al abismo; los tuberculosos ingresados en el sanatorio, “fascistas unos y antifascistas otros, se agredían verbalmente desde sus camastros con una saña verdaderamente patológica”; los porteros delatores, el camarada comptoir del hotel de la Gran Vía insistiendo a los milicianos en que hicieran desaparecer el cadáver del joven aviador republicano por el hueco del ascensor… Y, por encima de todo, ese miedo que todo lo apunta y contamina:

“No había miedo de que el estrépito de la descarga alborotase a la vecindad. Ni una sola ventana se abrió; ni una voz alarmada pudo oírse… En el cuarto inmediato, el inquilino comprobó satisfecho que los tiros no le habían matado a él, se tapó la cabeza con la almohada y así se estuvo quieto, quieto, hasta que fue de día”

El hombre reducido a su condición animal se guía siempre por el hambre (recordemos Las últimas banderas, de Ángel María de Lera “Si la gente comiera, siquiera medianamente, terminarían la guerra nuestros nietos”), una sensualidad desaforada y rijosa (que tiñe gran parte de San Camilo, de C.J. Cela: “si un hombre está cachondo y además le remuerde la conciencia, ¿qué más puede pedir?”), el miedo al que acabamos de referirnos, tan presente en otros cuentos de Chaves (Massacre, massacre, por ejemplo) y el sueño, del que tanto se queja Pedro en este relato: “De la guerra y la revolución … lo peor es el sueño que se tiene siempre. ¡Si se pudiera dormir! La guerra y la revolución serían menos duras y menos crueles si los hombres que las hacen hubieran dormido bien…”
Chaves Nogales y Kerensky en 1931

Que Y a lo lejos, una lucecita, así como el resto de las narraciones que forman A sangre y fuego… no podía gustar ni a tirios ni a troyanos, es un hecho que explica el silencio que rodeó la obra de Manuel Chaves Nogales, a excepción de la biografía de Juan Belmonte (1934), durante más de setenta años. Felizmente recuperada la producción del periodista gracias al trabajo de María Isabel Cintas a partir de 2011, el mismo año que Jaime Márquez Sierra publicó una reseña de la obra en el número 20 de esta revista, ya va siendo hora de situar al sevillano en el lugar que se merece dentro del panorama de la literatura española sobre la guerra civil.





Este artículo fue publicado en la revista "Frente de Madrid"

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Nacho. Ya va siendo hora de que desenpolves tu blog, que nos a dieta de ideas inteligentes. Para más noticias sobre Chaves Nogales en otro blog; http://www.jotdown.es/2015/02/chaves-nogales-y-sanchez-mejias/

Saludos desde Flandes.