miércoles, 22 de octubre de 2014

Fundación Telefónica



A comienzos de los años ochenta solía quedar con mis amigos de entonces, todos vecinos del centro de Madrid, en la esquina de Gran Vía con Silva, muy cerca del cine Rex. Todavía puedo recordar el enorme cartel con una Catherine Deneuve maniatada anunciando la película "Belle de jour" que por aquellos días proyectaban en la sala. La imagen de la espléndida protagonista de la cinta basada en novela de Joseph Kessel, acompañada del olor dulzón e inconfundible del ambientador que se escapaba a ráfagas del local, quedarán siempre asociados en mi memoria a la imagen que conservo desde la adolescencia de esa arteria madrileña y a la que ya me he referido en alguna ocasión: algo a medio camino entre lo cosmopolita y lo sensual, lo ultramoderno y aquello que encierra un peligro desconocido, lo tradicional y lo vanguardista, lo futurista y lo impersonal…

Cuando, un par de sábados atrás, pasamos con los niños por delante del edificio que levantara Luis Gutiérrez Soto en 1943, se me cayeron los palos del sombrajo: estaba abandonado de mala manera, lleno de basura y desperdicios, engrosando las filas de otros inmuebles de la zona, que exhiben, a través de los huecos de sus ventanas, interiores vacíos y desnudos (el Edificio España, sin ir más lejos) sobre los que planean, con el beneplácito de las autoridades bancarias y municipales,  las alas de un incierto grupo de inversores con intenciones no del todo claras.

Esquivando las oleadas de turistas para los que la Gran Vía no deja de ser una postal más, llegamos al primer rascacielos  de la capital. Alguien dijo en un tono castizo que Madrid era un pueblo grande con un rascacielos pequeñito, refiriéndose a la Telefónica, un alarde arquitectónico diseñado y construido por Ignacio de Cárdenas Pastor entre 1926 y 1929. Hoy es sede de la Fundación Telefónica Movistar y allí llevamos a los niños a un evento en torno a los Jedi . 
Lo que quiero destacar aquí no es el espectáculo de los caballeros Jedi con sus rutilantes espadas laser entrenando a los críos en su manejo pues, en realidad, yo no soy un devoto fan de Star Wars y sus secuelas.

Verdaderamente reseñable es el acierto a la hora de ofrecer un espacio al público donde convive en perfecta armonía un Museo de las Telecomunicaciones (con sus entrañables centralitas que yo llegué a conocer en Orellana, y esas  operadoras de negro hasta los pies vestidas manipulando con maestría unos cables infernales) en el que se muestra de forma didáctica y atractiva un recorrido por la historia de la comunicación en general y de la telefonía en particular, con una serie de exposiciones temporales de indudable interés, todo ello alrededor del mundo de la tecnología, la ciencia y la vanguardia. Pero aún hay más (aparte de una tienda con unos precios más que asequibles: Carmen me regaló una libreta en cuyas tapas aparecen diferentes imágenes de la Telefónica en construcción): el logro de combinar con maestría lo actual con lo clásico, lo original con lo efímero y en constante evolución. A cada paso, entre los detalles de tecnología puntera y espectacular, dispositivos de última generación, pantallas e iluminación, talleres para niños, puntos de atención al público… asoma el alma del edificio en molduras y techumbres, solados y jambas, mármoles y escaleras, transmitiendo una confortable sensación de continuidad.

Finalizada la visita, con un cielo que al poco se derrumbó en un aguacero tropical, no podía dejar de comparar lo alcanzado por esta Fundación con el humo y el ruido que pretenden vender otras entidades homólogas vinculadas a distintas instituciones. Y desde ese pequeño oasis de la Red de San Luis, maridaje perfecto de tradición y modernidad, recordaba esa otra Gran Vía, la del cine Rex, donde hacia 1981 o 1982 echaban sin pudor y con bastante éxito películas rodadas 15 años atrás. 


miércoles, 15 de octubre de 2014

Resurrección de Lazar(ill)o






Si Carmen no quiere sacarle partido a su reflexión, lo haré yo: es lo malo que tiene no registrar adecuadamente las ideas que se nos ocurren, que viene cualquier mandria desocupado y se apropia de ellas sin el menor recato y disimulo. No es mi caso, que conste. Yo citaré, de hecho estoy citando, la fuente autorizada y, con un poco de suerte, le animo de esta manera a plasmar negro sobre blanco este y otros muchos pensamientos que comparte conmigo.

El asunto tiene enjundia, y como punto de abordaje de un análisis de la cultura resulta impecable y atractivo. Admitiendo que las cimas literarias y biográficas de un pueblo o comunidad son representativas y dicen mucho de aquellos que las produjeron y dieron cobijo, y del ambiente que respiraron y de alguna manera transmitieron generación tras generación hasta el día presente, basta con dar una vuelta por el panorama español para echarnos las manos a la cabeza y pedir asilo político a Liechtenstein.
Un puñado de ejemplos tomados de la literatura y de la vida real son suficientes para mover a una meditación convulsa y sobresaltada, pues nuestro Siglo de Oro, aquel en el que consciente o inconscientemente nos queremos ver singularizados y diferentes de los demás, parió nada más y nada menos que a Alonso Quijano, Celestina, Lazarillo y Cristóbal Colón. Obviamente, a muchos más. Pero si desgajamos estos cuatro pilares del edificio que conforma nuestra cultura, lo que quedaría de ella no sería más que un amasijo deforme e irreconocible, un monigote en el que no sabríamos (ni querríamos) vernos retratados.
Quijote, Celestina, Lazarillo y Colón que, aunque genovés de nación, su vida solo cobra sentido en nuestro suelo... Un loco, una puta, un golfo ladronzuelo y un visionario irresponsable.... Un zumbado que tenía a torteruelo a todos los que le rodeaban, una vieja bruja intrigante y aduladora que se lucraba explotando y estimulando los instintos más rastreros de la gente, y un constructor de castillos en el aire que, sin la más mínima certeza científica de la viabilidad de su proyecto, se embarcó en el mismo con el dinero de los demás y murió sin tener la menor idea del lugar al que había llegado.

Parece triste que cinco siglos no sean suficientes para que estos tipos dejen de encarnarse una y otra vez y regresen definitivamente a su mundo de fantasía y pesadilla, de cuyos ropajes literarios nunca se debieron desprender. Hoy, como ayer y como mañana, padecemos la resurrección del Lazarillo (!ay, el episodio de Lázaro y el ciego!) que, amarradito a otros espectros del mismo jaez, y sin ocultar sus aviesas intenciones, se pavonea por esta triste España con tremenda desfachatez y trompetería, adueñándose de carteras ministeriales, escaños parlamentarios, cargos directivos de partidos y sindicatos, consejos de administración, fundaciones sin fundamento, puestos de responsabilidad (para los que no están ni medianamente preparados) de pequeñas, medianas y grandes empresas públicas, privadas y mediopensionistas, donde sientan sus reales hasta hundirlas en el fango.

Ya va siendo hora de que los locos, las furcias, los ladrones y los carísimos soñadores dejen de manejar y alterar  el curso natural de nuestras vidas, y queden reducidos de una vez y para siempre a eso que los ingleses llaman lunatic fringe, ese fleco demencial, aislado y manejable que una sociedad sana es capaz de asumir y gestionar como un mal menor. 

miércoles, 8 de octubre de 2014

El ébola español


El asunto resulta curioso, y en principio no debería trascender su importancia más allá de la pura anécdota. Pero está demostrado que las cosas tienden a complicarse y, en un momento dado, gracias a un error de cálculo o a una frivolidad, adquieren unas dimensiones insospechadas y terribles.

Con la Gran Guerra dando sus últimos coletazos, se desató una epidemia de gripe que las potencias contendientes, bastante ocupadas en destrozarse mutuamente, se encargaron de evitar que saliera a la luz en la prensa de sus respectivos países, lógicamente obligada a volcarse en los esfuerzos de propaganda y agitación que exige cualquier conflicto armado de semejante envergadura. En las naciones neutrales, y España era una de las más importantes, no se sometió a los rotativos a ningún tipo de censura a este respecto, informando libremente, o como buenamente podían por la dificultad de acceso a los datos de primera mano, del desarrollo de la pandemia. Fue entonces cuando Manuel Martín Salazar, responsable de la cosa sanitaria española entre 1909 y 1923, al ponerse en contacto (vía telefónica o telegráfica) con alguno de sus homólogos  europeos para, ¡inocente de él!, informarse de la evolución de la gripe, les proporcionó la munición necesaria para que pudieran escurrir el bulto y librarse de toda responsabilidad en la crisis que ya se había gestado. De modo que el azote desatado en Europa, que pronto se extendería como la pólvora, y de cuya rápida difusión nuestros abuelos no tuvieron ni arte ni parte, fue bautizado, gracias a la, digamos, imprudencia de Martín Salazar, como Gripe Española.

Luis S. Granjel me comentaba hace unos años que su padre, médico por aquellos años, veía pasar los trenes que, procedentes de Francia, transportaban a los soldados portugueses de regreso a su país al final de la guerra. Los vagones circulaban con las puertas cerradas, como de tapadillo, y apenas sin detenerse por el miedo al contagio. ¿Quién temía ser contagiado por quién? ¡Menudo panorama!
En cuanto a alarma social y consecuencias imprevisibles por ella ocasionadas, no es muy difícil encontrar paralelismos entre lo ocurrido alrededor de la gripe de 1919 (la mal llamada gripe española) y el pánico que ha saltado estos últimos días en Madrid con los casos detectados de infección por el virus del ébola.
Por un lado, en ambas ocasiones, una decisión equivocada, aunque cargada de buenas intenciones, tan buenas como el empedrado del Infierno (hace casi cien años, la dichosa llamada telefónica; ahora, la repatriación de varios misioneros contagiados del virus) nos han colocado en el punto de mira de la prensa y televisión extranjeras, aireando la crisis sanitaria española, casi, casi tiñéndola de epidemia, con la posible finalidad de minimizar o silenciar, o desviar la atención del, sin duda, mayor número de enfermos registrados (pero nunca confesados) en los países de nuestro entorno.
Y por el otro, ignoro si los responsables políticos españoles son conscientes de las repercusiones económicas que puede provocar este señalamiento, que sin duda nos sumergirá un poquito más en esa crisis de la que no acabamos de salir.
De momento, todavía no hemos bautizado al virus de marras como ébola español. Aunque puede que solo sea cuestión de tiempo.