miércoles, 6 de agosto de 2014

La rutina suspendida. (Verano 2014. Primera parte)



Aunque parece que la idea no ha prosperado, se ha dicho infinidad de veces que los grandes movimientos de masas no son más que el reflejo o la consecuencia de un “estado del alma”. Lo mismo sucede con las migraciones en el mundo animal. ¿Por qué en un determinado momento enormes colonias de miembros de una misma especie deciden trasladarse en masa a tierras más cálidas o más frías? Los estudiosos de la conducta animal, al no localizar en las bestias ninguna facultad de predicción o anticipación, responsabilizan de dicho fenómeno al instinto.
Por un concreto estado del espíritu, o por el mero instinto, a una hora indefinida de la madrugada se salta la verja del Rocío o se enfrentan los pueblos en unas luchas sangrientas por un quítame allá esas pajas que, en otras circunstancias, se habría resuelto de forma pacífica.
Inquieta un poco pensar que nuestras actitudes y comportamientos, al menos una parte de los mismos, respondan a un cúmulo de imponderables que, como tales, caminan más cerca del azar que de la lógica. Es nuestra faceta de títere, de sabernos movidos por unos hilos manejados por mano caprichosa y desconocida.
¿No sucede algo similar con las vacaciones? Durante el curso alimentamos el anhelo de un espacio de tiempo más o menos largo capaz de eliminar, o al menos relegar a un olvido momentáneo, aquella rutina que nos ocupa y absorbe a lo largo del año. Pero el esfuerzo invertido en el empeño a veces resulta agotador y no siempre aporta los frutos esperados.
Un estado del alma… O la sensación de que algo va a pasar, de que, necesariamente, se van a conjugar una serie de futuribles que darán un vuelco a nuestras vidas. Este sentimiento propio de la adolescencia lo impregna todo (basta echar un vistazo a nuestra sociedad y a sus últimas y rutilantes opciones políticas), y en no pocas ocasiones nos aleja de la felicidad que pretendemos alcanzar.
Las vacaciones como un estado del espíritu… Suena bien. De niño, recuerdo que durante estas semanas todo parecía detenerse, se reducía el latido animal. Circulaban menos coches por la calle, la mitad de los comercios estaban cerrados y un aburrimiento que se podía tocar se apoderaba del espacio comprendido entre el mediodía y la tarde avanzada. Efectivamente, esperaba que sucediera algo. Desgraciadamente, nunca pasaba nada.
Se trataba de suspender una rutina dejando un hueco en nuestra vida difícil de llenar.

Confieso que este año nos hemos saltado a la torera el calendario, orientado desde siempre al Edén de agosto, embarcándonos en la vorágine vacacional en fechas tan tempranas como mediados del mes de junio. Las graduaciones de Sara e Itziar en sus respectivos ciclos educativos (infantil y secundaria), indicativos del final de una etapa, con sus preparativos angustiosos, ajustes imposibles de fechas y horarios para que no coincidieran las ceremonias (al final, tuvimos que poner en práctica el don de la ubicuidad), fueron, en sí mismos, el mejor anuncio de la vacación. Aún hay más: de forma simultánea, las fiestas de fin de curso, las exhibiciones deportivas y representaciones teatrales del Pulchinela, los cumpleaños encadenados de Alejandro y Sara con su correspondiente celebración, todo ello concentrado en dos o tres tardes, resultaron ser una carrera de obstáculos que, un año más, superamos con toda dignidad, dejándonos como sirenas varadas y agotadas a la orilla de la playa del mes de julio.
Pero… ¡qué poco dura la felicidad en casa del pobre! Con los niños en casa desde el 20 de junio (la conciliación de calendarios-horarios laborales y escolares ¡esa sí es la revolución pendiente!), había que organizar su campamento, al que este año se sumaba Sara: mochilas, material, documentación y equipamiento, que no faltara ni un detalle, multiplicado por tres. Carmen se desdoblaba atendiendo la intendencia, las compras de última hora y preparando una comunicación que tiene que presentar a un congreso que se reunirá en septiembre. Los fines de semana, como comandos itinerantes o liberados, me llevaba a los pequeños a pasar el día en el Zoo, el Parque de Atracciones o a una Cercedilla extrañamente desierta hace unos sábados, con el fin de dejar a Carmen trabajar tranquilamente en casa.
El quince de julio, con el texto de la comunicación entregado y los macutos preparados en la puerta, nos fuimos a dormir dando por concluida esta primera etapa de las tan merecidas vacaciones.

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