lunes, 28 de abril de 2014

Un viaje interminable. "Librerías", de Jorge Carrión (Barcelona, Anagrama, 2013)






“Las culturas no pueden existir sin memoria, pero tampoco sin olvido. Mientras que la Biblioteca se obstina en recordarlo todo, la Librería selecciona, desecha, se adapta al presente gracias al olvido necesario” (p. 300)
 

El establecimiento de puentes entre el autor de un libro y el lector al que va destinado resulta una auténtica obra de ingeniería que en muy contadas ocasiones se ve recompensada con el éxito. Se trata de aunar disposiciones y entusiasmos, de hacer coincidir intereses que den lugar a esos contactos tan fructíferos y fascinantes que se pueden contar con los dedos de una mano y conservar en la memoria del que lee. Si concebimos la lectura como un diálogo, tienen cabida esas palabras de Fray Martín Sarmiento: “La elocuencia no está en el que habla, sino en el que oye… si no precede esa función en el que oye, no hay retórica que alcance”

Ya que al escritor se le escapa la infinidad de gustos e inclinaciones que se ocultan en lo más íntimo del posible comprador de su obra, no le queda más remedio, de no querer abandonar la senda de la integridad y de la honradez, que escribir sobre aquello que de verdad le apasiona, lo que a buen seguro le reportará el beneficio del hallazgo de un lector tan hechizado como él.

No otra cosa hacemos los que leemos cuando lo hacemos por placer: elegir aquél asunto que nos sirva de momentánea evasión, o volver de nuevo (siempre hay que volver) a aquellos libros olvidados, pero que nos trasladan a esos instantes, fugaces en el recuerdo, en que mantuvimos con ellos una estrecha e irrepetible relación.



  
¿Resultaría descabellado afirmar, retorciendo la anotación de Sarmiento, que la retórica estalla cuando el que lee (o escucha) se tropieza con aquellas palabras que a él mismo le habría gustado escribir (o pronunciar)?

Porque a mí me ha sucedido, entre otras, con “Librerías” (finalista del 41º Premio Anagrama de Ensayo 2013) de Jorge Carrión (Tarragona, 1976) desde que me tropecé con ella, durante una visita que hicimos con los niños a “La Central” de Callao estas navidades. Incluso antes de leerla, mientras aguardaba su turno en la montonera correspondiente, intuía que no se trataba de un libro más, de un necesario cambio de aires que me permitiera retomar con más energía el plan de lectura que tenía marcado y que pocas veces llego a cumplir.
 
Jorge Carrión
 

“Librerías” es, ante todo, una obra en marcha, abierta, inacabada e interminable, por la misma dificultad de agotar el tema tratado. Su propia naturaleza marca la pauta e imposibilita aproximarnos a un resumen o comentario del mismo: libro de viajes, recopilación de alusiones a las librerías en la literatura, el cine y la televisión, homenaje a iconos literarios (Joyce, Borges, Bowles...), memorias o biografías de libreros y editores, como Sylvia Beach, reflexiones sobre el mercado del libro, retos a los que se enfrenta en este mundo digital y cambiante, testimonio personal de una vida de lector e incansable visitante de librerías a todo lo largo del planeta…
 

Librería Shakespeare and Company


  
Si se pudieran sumar a sus páginas las experiencias que cada lector ha ido acumulando en su relación con el libro y las librerías, con el libro y las librerías como escenario narrativo, con el libro y las librerías tal como fueron, son y deberían ser, con el libro y las librerías como entidades soñadas, imaginadas o presentidas, nos enfrentaríamos a un trabajo que se acercaría a (y solo tendría sentido en) ese mundo de innumerables conexiones y vínculos, de enlaces y puentes que es Internet y sus posibilidades.

Sería absurdo ensayar un catálogo de los establecimientos que reseña Jorge Carrión en “Librerías”, de los movimientos intelectuales que tuvieron su parada y fonda, y su cobijo, en París o Tánger, en Londres o en Marrakech, estimulados por este o aquel librero. Basta con abrir el volumen y dejarse llevar por las impresiones que anotó el autor, viajero incansable, en su moleskine (de papel o digital):

“…cuando Goethe viajaba por Italia sus visitas de [sic] las librerías formaban parte del continuum espacial que configura todo desplazamiento, junto con las iglesias, las ruinas, las casas de eruditos, los restaurantes o los hoteles. Tanto el viaje como las librerías han estimulado la agorafilia desde siempre” (259)



Porque ya queda dicho que también es un libro de viajes, de un viaje sin fin  arrastrando una maleta, o sentado frente al monitor de un ordenador, pero tomando el viaje, el tránsito, como una forma, bastante costosa eso sí, de adquirir conocimiento.

“… la esencia del turismo es el eco y una librería clásica, con su pátina de antigüedad, debe aparentar cierto desorden, la acumulación de estratos que le vincula con lo que el tópico identifica con la Gran Tradición del Saber: ese caos aparente que va revelando su orden” (244)

“En la democracia se multiplica exponencialmente aquel sueño de los trovadores: que la pertenencia del lector a las comunidades de mayor excelencia de su época dependa de su cultura, de su formación, de su capacidad artística, y no de su poder adquisitivo o de su sangre. Sin embargo, lo cierto es que para poder valorar e interpretar la arquitectura, el diseño o la oferta de las librerías espectaculares es necesaria una educación que se paga con dinero, y no puede cualquiera costearse los viajes que permiten conocer esas librerías” (261)


James Joyce y Sylvia Beach
 

Ese caos que refleja un orden interno, característico de “la librería” clásica que menciona el autor en el primero de los párrafos citados, se magnifica y racionaliza en la “librería espectacular”, feliz imagen utilizada por Carrión, modelo al que tienden los grandes (y no tan grandes) establecimientos editoriales, donde tiene cabida el restaurante y la conferencia, la cita y el comercio de material de escritorio, de artículos de regalo:

“La decoración, el mobiliario, la sección infantil disfrazada de ludoteca o la conversación entre colores y texturas distintos remiten a un interiorismo emocional cuya finalidad es prolongar la estancia del cliente en la librería, hasta convertirla en una vivencia que implique todos los sentidos y las relaciones humanas” (256)

Consuela constatar que el libro y su comercio, lejos de estar amenazado por las nuevas tecnologías (que no dejan de ser eso: instrumentos, herramientas) han sabido sumarse a los nuevos tiempos que corren:

“Por primera vez en la historia de la cultura esas librerías ingresan inmediatamente en el circuito internacional del turismo, los marcadores se aceleran, se produce un contagio inmediato – al ritmo del corta y pega – en páginas web, redes sociales, blogs y microblogging, se impone el deseo de conocer, de visitar, de viajar, de fotografiar, sin que sea necesaria la Historia ni la participación de escritores famosos ni de libros míticos…” (263)

“La librería, entonces, deviene una metáfora posible de Internet: como en la red, los textos ocupan un ámbito significativo pero limitado, pequeño en comparación con el que invaden lo visual y sobre todo lo indefinido y lo vacío (257)

Es un constante esfuerzo de adaptación, de asimilación que ha asumido, que está asumiendo la librería lo que le ha permitido seguir adelante mientras otros negocios, con mayores visos de futuro y mejores augurios, se han quedado tristemente en el camino

“En un nuevo contexto histórico, en que el reciclaje ha cobrado un nuevo sentido, en que la cultura se ha digitalizado y, sobre todo, en que la existencia de todo lo real es –simultáneamente- física y virtual, esas catedrales de la cultura escrita adquieren  un significado entre religioso y apocalíptico, profundamente capitalista pero también con una ambición artística con escasos precedentes. En ambos planos, la impronta de los espectacular es decisiva” (262)


Livraria Bertrand (Lisboa). La más antigua de Europa
 

Lo que en principio pudiera parecer un torbellino inmanejable, ese reciclaje infinito que define la modernidad, mejor dicho: esa post-modernidad que tanto cautivaba a parte de mi generación hará unos 25 años, (cocktail de Nietzsche y Heiddegger mal digerido, filtrado por hábiles camareros, como Gianni Vattimo), en el que uno perdía pie con frecuencia cayendo fácilmente en el relativismo y la indefensión; ese descolocamiento, insisto, esa zozobra se diluye casi al final del libro, cuando Jorge Carrión cambia el tono del mismo introduciendo de forma magistral un aire fresco de intimismo al recordar su infancia acompañando a su padre (empleado de Telefónica por las mañanas; distribuidor de libros del Círculo de Lectores por las tardes) mientras recogían y entregaban, por las casas de su barrio, los pedidos de los suscriptores. Y es que por muy rápido y trepidante que resulte el intercambio de datos e ideas a través de los blogs y las redes sociales en Cosmopolis, “tu cuerpo sigue pisando una topografía doméstica y local” (272)

“… me doy cuenta ahora de que el ritmo de este libro ha sido el de las búsquedas en la materia de los libros y en la inmateria de la pantalla, una sintaxis de ida y vuelta, continua y discontinua como la propia vida, cómo disfrutaría Montaigne en los extravíos de los buscadores, en su capacidad de generar asociaciones, vínculos, extravíos fértiles, analogías” (290)

lunes, 14 de abril de 2014

La pesada carga de la propaganda. “Acero de Madrid” (José Herrera Petere, 1938)




De premios polémicos
Mientras leía la novela de José Herrera “Petere” cuya reseña reproduzco más abajo, cayeron en mis manos varias noticias.

De una de ellas no tomé referencia (apócrifa, por mi culpa) y no he podido recuperar la fuente, por lo que la suelto así, a quemarropa, a riesgo de que un lector avisado me ponga la cara colorada. En ese texto se aseguraba que el Premio Nacional de Literatura correspondiente al año 1938 había sido adjudicado al poemario “Son nombres ignorados” del alicantino Juan Gil-Albert (Alcoy, 1904-Valencia, 1994), pero que una maniobra de última hora se lo arrebató para entregárselo a José Herrera “Petere” (Guadalajara, 1909-Ginebra, 1977). Esa misma información, después de basar la decisión inapelable del jurado en la condición homosexual de Gil-Albert y en su no demasiado entusiasta adhesión al Partido Comunista, proporcionaba un dato que se podía calificar de “justicia poética”, pues nos presentaba a “Petere”, del brazo de Miguel Hernández, reclamando en Valencia, ante los órganos gubernamentales competentes, el importe del galardón así obtenido por el alcarreño, reclamación que, parece ser, no tuvo la respuesta esperada por los poetas.

Y así quedó la cosa. El asunto “Petere”/Gil-Albert fue olvidado en el cajón de pendientes a la espera de una aclaración, pues por mucho que tirara de la cuerda, y al no tratarse de un tema, (la poesía, los premios y sus trasfondos) que domine especialmente, se enmarañaba más y más.

Hasta que la lectura de un artículo publicado por Eduardo García en “La Nueva España” (23 de marzo de 2003), dedicado a la figura del líder comunista asturiano Wenceslao Roces, trajo de nuevo al primer plano de mi atención dicha polémica:

“Cuentan que el Premio Nacional de Literatura de 1938 iba destinado al joven poeta levantino Juan Gil-Albert. Cuando María Zambrano, integrante del jurado que concedió el galardón, le presentó el acta al asturiano Wenceslao Roces, entonces subsecretario de Instrucción Pública (algo así como el segundo de a bordo del Ministerio de Educación y Cultura), Roces dijo que no, que él tenía un candidato mejor. Y le dio el premio a otro poeta del Sur, Pedro Garfias, autor del célebre canto a «Asturias» («...si yo supiera, si yo pudiera cantarte»). Garfias, poeta de trinchera, tuvo el tiempo justo para huir al exilio con el premio bajo el brazo.”

¿Y nuestro “Petere”? Aquí ni se le menciona, y sí, en cambio, a Pedro Garfías Zurita (Salamanca, 1901-Monterrey, Méjico, 1967), el del poema a Asturias que cantaba Víctor Manuel, y que con su libro “Poesías de guerra” se alzó con el discutido premio. ¿Sólo él?. Pues no, porque Emilio Prados (Málaga, 1899-Méjico, 1962), con “Destino fiel”, también se hará acreedor al mismo.

Estaba claro. A mis “informadores” se les había olvidado el pequeño detalle de apellidar convenientemente al Premio Nacional de Literatura en cuestión, metiendo en un mismo saco churras y merinas, Poesía y Narrativa, con lo que, al añadirse a la lista de galardonados ese mismo año César M. Arconada (Astudillo, 1898-Moscú, 1964) con la novela “Río Tajo” y Antonio Sánchez Barbudo (Madrid, 1910-Palm Beach, 1995) con los relatos recogidos en “Entre dos fuegos”, uno no podía por menos que exclamar, como Celia Cruz: “!No hay cama pa tanta gente!”, cobrando todo su sentido la imagen facilitada por la noticia apócrifa de “Petere” y Miguel Hernández llamando a las puertas del Gobierno de la República en Valencia reclamando lo propio.

Para terminar con esta introducción o aclaración, que viene a ser más larga que el texto así introducido o aclarado, no me resisto a transcribir unas palabras que Vicente Salas Viu dedicó a la novela de “Petere”:

“También en ti se advierte más que en Sánchez Barbudo cuanto la narración como tal narración pierde al estar de continuo perseguida por tantos resabios de poeta. El tono ditirámbico forzado de tu libro perjudica lo mejor, lo verdaderamente bueno y nuevo que tiene, esa gracia para atrapar al suceso en vivo… Porque estoy seguro que si la lozanía, el aire inconfundible de este libro, se mostrase más desembarazada de tales ligaduras, hubiera sido la estupenda novela de guerra que está a punto de ser” (Un sentido de la prosa. Carta abierta a Herrera Petere sobre su libro “Acero de Madrid”. “Hora de España. Revista mensual, Nº XX, Barcelona, Agosto de 1938, p. 57-58)

El tiempo lo cura todo y a todos nos pondrá en nuestro sitio y no es, precisamente, el resabio de poeta lo que perjudica lo mejor de la novela de “Petere”...

El artículo que podéis leer a continuación lo publiqué en la revista “Frente de Madrid (Número 24, noviembre 2013, p. 49-50)




 La pesada carga de la propaganda. “Acero de Madrid” (José Herrera Petere, 1938)

Barcelona: Laia, 1979 (Colección Paperback, 44). 190 p.


“Tú mirabas en la primavera de 1936 cómo dos olas iban a separarse y a juntarse luego con tremendo furor, con fulgor de lucha, como dos montañas de piedras, presididas por el sol de la Historia, y decías: ‘¿Qué será de mí entre todo esto?’ De aquí iba a salir el objeto de tu vida” (p. 32)


En 1938 obtiene el Premio Nacional de Literatura la novela “Acero de Madrid”. Su autor, José Herrera Petere (Guadalajara, 1909 - Ginebra, 1977), ya se había dado a conocer con los relatos recogidos en “La parturienta” (1936), continuando su carrera literaria con títulos como “Cumbres de Extremadura” (1938) o “Niebla de cuernos” (1940), sin olvidar sus poemarios “Guerra viva” y “Puentes de sangre” (ambos de 1938) o “Rimado de Madrid” (1946). Exiliado en varios países americanos, se instalará definitivamente en Suiza, donde trabajará como traductor en la Organización Internacional del Trabajo.

“Acero de Madrid”, con su significativo y aclaratorio subtítulo de “Epopeya”, querría ser eso, un cantar de gesta, un romance, un homenaje emotivo y en caliente a una ciudad, Madrid, y a sus esfuerzos por resistir los ataques del ejército sublevado. Ignoro si en su primera edición, publicada por la editorial madrileña “Nuestro pueblo”, ese subtítulo vendría ampliado con la exclamación: “¡Pero Madrid resiste, resiste, resiste!”, que figura en el ejemplar que tengo en mis manos. Sin embargo, no nos engañemos. Quien se aproxime a este relato con la intención de disfrutar de una descripción o un testimonio de primera mano de los avatares de una ciudad cercada, se llevará una soberana decepción.

Firmada el 22 de febrero de 1938, cuando las aclamadas jornadas de la resistencia madrileña tenían ya más de un año de historia, parece escrita al calor de un entusiasmo, por una parte, y como forma de desquite o desahogo, por otra. La victoria obtenida pocas semanas antes, aunque de imposible consolidación, sobre el ejército franquista en Teruel, debió alimentar las esperanzas de un cambio en la suerte de las armas gubernamentales, lo que en buena lógica levantaría un entusiasmo y optimismo que había que mantener vivos a toda costa. Por otra parte, la muerte de un hermano del autor, Emilio, pilotando un avión en los cielos de Belchite el 1º de septiembre, justifica por sí sola una de las escenas más dinámicas de la novela: el fragmento “Los aviadores” (p. 181-187), donde se describe un combate aéreo entre los Fiat nacionales y los chatos en las proximidades del aeródromo de Escalona, con la victoria de los aparatos republicanos, uno de los cuales lo pilota Federico, el personaje con más entidad de la novela y posible trasunto del hermano muerto.

Hipótesis aparte, las auténticas protagonistas de la obra son las compañías de Acero, de las que recibe el nombre la novela que comentamos:

“Por el Quinto Regimiento se crearon, por el quinto Regimiento se forjaron y se endurecieron.

Fue al olor de las balas dum-dum, de los obuses y de la falta de disciplina.

Fue al olor del heroísmo desorganizado.

Las compañías de Acero iban cantando a la vida.

Las compañías de Acero eran la flor de esta nueva batalla histórica” (p. 84)


Porque “Acero de Madrid” es una obra compleja, aunque a simple vista dé la impresión de espontaneidad y frescura. Dicha complejidad reside en la necesidad de subordinar la trama a la ideología que se quiere exaltar, a los mensajes que se pretenden transmitir, todo ello con un tono marcadamente pedagógico, propagandístico.

“¿Qué hay más bello, más rico, más suave y más fuerte?... La Política es la nube de fuego que guía la nueva Poesía” (p. 7)

La novela se abre con la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936,

“Los opresores, los tiranos, los frívolos, los usureros y sus hijos, nacidos y criados para ello, presentían el Gran Juicio Final del Pueblo. Las elecciones del 16 de febrero era el toque de trompeta que se anunciaba” (p.17)

Continúa con el progresivo envenenamiento del ambiente durante la primavera y el verano, la sublevación del 19 de julio, las luchas en la sierra, los avances nacionales por el suroeste, Toledo y el Alcázar, y la batalla de Madrid desatada el mes de noviembre. Es muy probable que los personajes que sostienen la acción, aparte de los históricos con nombre propio (Lister, Pasionaria, Miguel Hernández, Comandante Carlos…) y a excepción de los derechistas, meras caricaturas (Dª Purificación, Dª Presentación, Pedro Calderas, ingeniero Desiderio, Pezuño), sean todos reales, de carne y hueso. Pero no tienen ningún peso en el discurso narrativo, carecen de credibilidad. Y no por falta de pericia de Petere en la construcción de los mismos, que queda demostrada en la evolución y desarrollo de Federico. Sencillamente, no persigue elaborar una novela al uso, y todas las voces que escuchamos son simples comparsas, herramientas de una Idea todopoderosa que las utiliza para ilustrar lo que el autor considera su máxima obra: el Quinto Regimiento con sus compañías de Acero, germen del Ejército Popular de la República (E.P.R.).



Y si nos atenemos a la estructura tripartita de la obra, esta voluntad de Petere queda meridianamente expresada: “Primera parte: Termina la guerra. Segunda parte: Termina en el cuartel de Francos Rodríguez. Tercera parte: Termina en el Ejército Popular”. Es decir: la guerra, la violencia, el conflicto insufrible desaparece con la victoria del Frente Popular, que inaugura una etapa desconocida de paz y armonía (“Balas de pan, balas de libertad, balas de tierra” p. 90), cuyos hitos los marca la creación del Quinto Regimiento y, repetimos, la formación del E.P.R.

El artífice de todo ello, el alma que anima ese brave new world será el Partido Comunista. Como toda idea absoluta y totalizadora, resulta excluyente, y tiende a desplazar hacia los márgenes a aquellas otras que no se ajustan a sus designios.

Así, el tono empleado por Petere cuando se refiere a lo que no es el PC, oscila entre lo peyorativo y lo cruel. Considera el capitalismo español como “tardío y malsano, como una helada de primavera o como un niño sifilítico”:

“Todos los rugidos de los megaterios no son suficientes para explicar la bestialidad política de la aristocracia y de la burguesía española. Todos los eruptos [sic], patadas e interjecciones de un prostíbulo o de un cuartel de caballería fascista, no son suficientes para explicar su falta de cultura. Todas las frases… no bastan tampoco para expresar su cursilería” (p. 17-18)

En este sentido, por ejemplo, el sudor del militar profesional republicano, de formación académica y lealtad al Gobierno, pero que se ve aturdido y desbordado por los avances nacionales a lo largo de la carretera de Extremadura, será “fino y aristocrático” (p. 135) Esto es lo más suave que saldrá de su pluma. Diana de su mordacidad serán algunas calles de Madrid, como la Gran Vía “ciudadela del gran capitalismo” o la parte baja de Goya, “bombonera donde la burguesía madrileña se ocupa en resolver sus problemas sentimentales, en rezar y en acumular dinero” (p. 29). Provincias enteras de Castilla, “corazón servil e inteligencia frívola” (p. 88), como “Valladolid y Burgos, encauzados y dirigidos por una fuerza negra” (p. 91), se convertirán en enemigos brutales, irracionales. Al igual que las “viejas de Toledo, semejantes a brujas… algunas bigotudas y secas [cuyos] ojos resplandecían de ironía y de malicia” (p. 142) en las proximidades del Alcázar asediado.

La falta de la necesaria perspectiva respecto a lo narrado, la inmediatez de lo que se exalta y el lastre de la propaganda como único objetivo, dinamitarán de forma lastimera el conjunto del relato, desperdiciando un material, un estilo y una técnica merecedores de los más altos logros.



Con esa mezcla feliz de poesía “Fuego le echaban y le echaban fuego / cuatro cañones desde los olivos. / Viva metralla sobre los altivos, / potentes muros, temblorosos luego” (p. 141), de complicidad con el lector, de arenga política, como si se tratara de un juglar declamando en la plaza pública (en este caso: speaker chillón encaramado al capó de un desvencijado automóvil, bien armado de altavoz) las heroicidades de un pueblo, habría coronado un producto cerrado, novedoso dentro del tradicionalismo de cada una de sus partes: original.

Son las cosas de la guerra, la política y la propaganda, cuya simbiosis en el terreno del arte da lugar a creaciones efímeras, circunstanciales, de muy escaso recorrido, cuyo valor reside, las más de las veces, en lo que callan muy por encima de lo que expresan, gracias al abuso de la exageración, cuando no la tergiversación, como herramienta de trabajo por parte del autor.

Así, aquello que fuera concebido como testimonio, queda reducido a mera y chirriante soflama que hoy, 75 años después de su primera salida a la luz, no resiste una lectura desapasionada, y tiende sin remedio a caerse de nuestras manos.

Artículo publicado en la revista
Frente de Madrid. Número 24, noviembre 2013, p. 49-50

miércoles, 9 de abril de 2014

Un vaso de agua al enemigo




“En el corazón humano sigue viva la necesidad de apretarse contra las demás bestias humanas. Es tal la potencia del instinto de la horda que no acertamos a alcanzar la dicha sino por medio de una acción colectiva. Cada uno de nosotros odia a los demás… mas si los detesta como individuos, no puede, en cambio, reprimir un gesto que la estupidez le obliga a cometer cuando es obra de la horda entera”.
(André Maurois Las paradojas del doctor O’Grady, 1960)

Mis ocho meses de apartamiento del blog, casi un embarazo, no se justifican con las razones que durante este tiempo mi cobardía y pereza han ido elaborando y que no se sostienen de ninguna manera.

A principios del pasado mes de septiembre, poco después de escribir aquí sobre las vacaciones de verano, recibí una llamada cuyo alcance, en ese momento, no fui capaz de prever. Desde el otro lado de la línea, rodeada de una escenografía bien conocida por mí, me llegó su voz, esa voz levemente atiplada, con un no sé qué femenino que, después de esas naderías que suelen prologar u ocultar aviesas intenciones, se interesó por mis escritos, desgranando una retahíla de elogios tan fuera de lugar como falsos, viniendo de quien venían. Saqué fuerzas de flaqueza, pronuncié un puñado de frases casi tan convencionales e hipócritas como las suyas, y colgué el auricular.

La idea, ya certeza entonces, de que un sujeto como aquél se asomara sin pudor a este blog, paseándose impunemente por los sentimientos y opiniones que en él suelo volcar…; la probabilidad, por remota que esta fuera, de que sus ojillos pequeños y ladinos se deslizaran por las fotos de mi familia, cayó sobre mí como una bomba.

En ese mismo instante, un imperdonable error de cálculo y de perspectiva, que llegó a magnificar el tamaño humano y moral de mi interlocutor, alimentó y dio alas a este prolongado silencio y el malestar consiguiente.

Aunque haya escuchado infinidad de veces todo tipo de argumentos sobre el peligro que implica para la intimidad el mal uso de las redes sociales; y aunque el hecho de escribir suponga la tácita aceptación y asunción de ese exhibicionista que con nosotros habita, dándole carta de naturaleza, jamás sospeché que me fuera a afectar tanto que pulularan por estos parajes visitantes tan indeseados como aquel.

Hace ya más de ocho meses del fatídico día. Durante ese tiempo tomé la absurda decisión de dejar de escribir. Me asqueaba la imagen de ese tipo comentando mis entradas con su dueño y señor, y recreaba una y otra vez la mirada que ambos se cruzaron, cargada de burla, menosprecio y complicidad, durante una conversación que tuvimos cuando mi confianza en ellos se mezclaba con una sincera admiración.

Pero… ¿quiénes eran ellos? ¿Realmente tenía algún valor su opinión, merecía algún respeto su catadura moral?

Estaba decidido. Con un tonto empecinamientio por mi parte, y para ahorrarles una satisfacción, sacrificaba algo que me hacía mucho bien y que había retomado años después de unos primeros escarceos fallidos. Aprendí así a echar balones fuera ante las preguntas de Carmen y los amigos relativas a mi silencio. Invariablemente, respondía que ya no tenía tiempo de escribir, que la política, la guerra civil y su literatura me hartaban, que andaba escasito de ideas o que Alejandro (¡el pobre!) me absorbía a diario con sus tareas tanto como Sara (¡mi niña!) con sus dos horas semanales de logopedia. Todo menos enfrentarme a la verdad desnuda, a esa rendición incondicional que había firmado incluso antes de entablar la batalla. Era algo irracional, fuera de toda lógica.

Víctima de mis torpes habilidades sociales, tengo muy poco conocimiento de esas técnicas, tan antiguas como la vida misma (y bautizadas ahora como de negociación), orientadas al dominio suave del hombre por el hombre sin que apenas se note, sin que se tense tanto la cuerda que estalle el conflicto armado. Confieso que en ese turbio y enfangado mundo de la negociación social últimamente me ha dado por incorporar el papel del patán, del que pone el grito en el cielo, echa las patas por alto y no duda en lanzarle al adversario la opinión (o la definición) que le merecen sus actos y su persona con un contundente adjetivo que este no duda en confundir con un insulto o una flagrante falta de respeto.

Con los años, a este respecto solo tengo tres cosas meridianamente claras. Por un lado, la sonrisa de tu enemigo, de aquel que se afana en ponerte la zancadilla, guarda una relación inversamente proporcional a tu seguridad física, emocional y financiera. ¡Guárdate de la felicidad, aparente o real, de quien mal te quiere! Detrás de ella casi siempre se esconde una navaja que se afila sin cesar. Por otro, la sensibilidad de que hace gala el Diablo, ese victimismo barato, esa constante apelación a la confianza que no duda en reclamarte y exigirte, a veces de forma airada, mientras maquina contra tu persona las más crueles maniobras. Y en último lugar, pero muy por encima de las otras dos en importancia, la constatación, que ya señalé en otro lugar, de que el Malo, per se, no tiene ningún poder, pues este se alimenta y crece con el concurso de todos aquellos (la horda) que lo toleran, cuando no lo aplauden abiertamente o miran hacia otro lado y que van sumando legión. Es triste reconocer que no resulta tan descabellado ese comentario, para algunos boutade, que Camilo José Cela atribuye a un amigo o conocido de su padre: “El mundo se divide en amigos e hijos de puta”, ya que la impostura como guía y el saqueo como norma no las explota en exclusividad mi interlocutor de septiembre.


Ahora puedo confesar que durante mucho tiempo he sido víctima de tipejos así. Creo que hoy puedo asegurar que he superado las diferentes etapas que supone el contacto con esos elementos, fases que van de la sorpresa inicial, pasando por el aturdimiento, la toma de conciencia, el cabreo, la zozobra y, si uno no encalla, la completa indiferencia al comprobar que se trataba de molinos, nunca de gigantes.

Dejando las paranoias aparte (pero no demasiado lejos), y después de lamer mis heridas, vuelvo a escribir con la ilusión del principio, con la esperanza de que los temores que causaron este largo silencio, y que han actuado como un vaso de agua refrescando las gargantas resecas de quienes inspiraron estas líneas, se hayan difuminado por completo.