lunes, 15 de diciembre de 2014

Persiguiendo una luz cegadora... "Y a lo lejos, una lucecita" (Manuel Chaves Nogales, 1937)



Manuel Chaves Nogales
(Sevilla, 1897-Londres, 1944)
En 1937 el semanario francés Candide¸ la revista mexicana Sucesos para todos, el diario británico Evening Standard y el neozelandés Weekly News sacaron a la luz de forma casi simultánea una serie de relatos de Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897-Londres, 1944), escritor y periodista español, director del diario Ahora, afín a Manuel Azaña, entre 1931 y  noviembre de 1936. Fue durante esos convulsos días de otoño, con la batalla de Madrid a punto de desatarse y el gobierno de la República estableciéndose en Valencia, cuando nuestro autor, republicano por convicción y liberal por temperamento, decide abandonar la capital para emprender un exilio que le llevará, con su familia, de Barcelona a París y de allí, perseguido por la Gestapo, a Londres, donde fallecerá a la edad de 47 años.

Poco después de aparecer dichos relatos, la editorial chilena Ercilla los reunió en un volumen con el título A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, a la que siguieron las ediciones inglesas de Nueva York, Londres y Toronto entre 1937 y 1938. Curiosamente, la edición inglesa de Heinemann (Londres-Toronto, 1938) lleva por título el de una de las narraciones en ella recogidas, And in the distance a light…?

El argumento de Y a lo lejos, una lucecita da pie a Chaves Nogales a llevarnos de la mano, como Dante por el infierno en la Divina Comedia, a lo largo de apenas 26 páginas y en el intervalo que va de la noche de un día al amanecer del siguiente, por la geografía del miedo de una ciudad, Madrid, a cuyas puertas se aproximan las tropas rebeldes. La excusa: el traslado precipitado de un depósito de municiones a los sótanos del Teatro Real a causa de una filtración de su ubicación por los espías al ejército enemigo. En esta atmósfera de psicosis generalizada Pedro, miliciano anarquista de guardia durante la noche en una calle del barrio de Salamanca, detecta una luz intermitente transmitiendo señales desde la azotea de uno de los edificios que custodia. Finalizado su servicio, ya en el cuartelillo o ateneo libertario instalado en los bajos de uno de los palacetes del barrio, escucha junto a sus compañeros las soflamas lanzadas a diario por Queipo de Llano desde Radio Sevilla, insistiendo en la inminencia de la entrada de las tropas de Franco en la ciudad y apostillando: “… Sí, señor; han metido las municiones en los sótanos del Teatro Real con mucho sigilo. Pero aquí se sabe todo. ¡Ja, ja, ja!”. Informado Jiménez, el responsable del grupo (“un muchachito pálido y delgado, con ojos de loco disimulados tras unos gruesos cristales”) de la posible existencia de un emboscado en las proximidades, y enardecidos por las palabras del general speaker, se inicia una auténtica cacería del hombre encabezada por él mismo, Pedro y un par de milicianos más.
Londres-Toronto, 1938

Como si de una road movie se tratara, persiguiendo una luz capaz de cegar los sentidos, saltamos del barrio de Salamanca a una torre de Santa Bárbara, y de allí a un hotel de la Gran Vía, el Paseo de Rosales, una casita en la Cuesta de las Perdices, un hotelito en el Plantío, una choza de pastor en Torrelodones, un sanatorio antituberculoso cerca de Navacerrada “evacuado ya a medias” hasta llegar, con las primeras luces del alba a una meta que, aunque previsible, no deja de sorprender.

Más que los catorce muertos con que se salda esta carrera infernal, importa destacar el acertado uso que hace Chaves Nogales de la simbología para expresar la profunda repulsa que le provoca la guerra y sus secuelas, su capacidad de distorsionar lo humano que queda en el hombre sometido a presiones extremas. Ya desde el principio, la calle, y por extensión la ciudad, se presenta como una “sima honda, larga y negra. Una hendedura [sic] en la corteza de un astro muerto”, idéntica impresión que inspirará siete años después, el mismo del fallecimiento de nuestro autor, el primer verso de Hijos de la ira (Dámaso Alonso): “Madrid es una ciudad de un millón de muertos”.
La edición chilena de 1937

También resulta curioso el abuso de los tópicos, como ya sucediera en la obra de José Herrera “Petere” Acero de Madrid, presentando ciertos barrios de la ciudad con una tacha, merecida o no, de sospechosos, como el Paseo de Rosales, cuyos residentes, todos acomodados, “habían huído al campo faccioso o estaban presos”; así como la descripción de los comportamientos, de los que sobresale, por el detenimiento con el que lo analiza Chaves, el de la señorita Carmiña “hundida entre los encajes de un lecho de gran espectáculo”, o las pinceladas con las que retrata y machaca a algunos personajes, así el “buen señor gordo y calvo con aire de burócrata”

Los que matan y los que mueren no le merecen a Chaves Nogales ningún respeto. Él mismo, como confiesa en el prólogo de A sangre y fuego… se apartó “con asco y con miedo de la lucha”, por lo que su posición respecto a lo tratado no puede ser más fría y distante. Son simples máquinas de matar y de morir. Los unos, matan descerrajando un tiro en la nuca de su víctima, a la que ni siquiera son capaces de mirar a la cara; (“¿Quién era? ¿Cómo sería su cara? ¡Bah! Uno; un enemigo menos. ¿Qué más le daba?”); los otros mueren sin un asomo de dignidad, sin una protesta, sin apenas defenderse, cayendo “como un guiñapo”, con “un aire grotesco y elegante de pierrot de trapo”, “como en una escena de polichinela, [desplomándose] sin proferir un grito”, “sobre la grava del sendero quedó tirada una pierna fina y larga como esas piernas de cera que se exhiben en los escaparates”.

Chaves Nogales y Fernando de los Ríos
No hay grandeza en los que asesinan por la espalda, como tampoco la hay en la señorita Carmiña, la amiga del Ministro de la Gobernación y del Director General de Seguridad, en el comandante de Ingenieros, en el “pastor” que muere blasfemando, y en cuya coronilla “erizada de pelos cortos y tiesos, se le advertía aún la señal de la tonsura”…

Por no hablar de aquellos personajes menores definidos por su actitud: los dos milicianos que no dudan en abandonar a Pedro y a Jiménez cuando descubren la locura que los empuja al abismo; los tuberculosos ingresados en el sanatorio, “fascistas unos y antifascistas otros, se agredían verbalmente desde sus camastros con una saña verdaderamente patológica”; los porteros delatores, el camarada comptoir del hotel de la Gran Vía insistiendo a los milicianos en que hicieran desaparecer el cadáver del joven aviador republicano por el hueco del ascensor… Y, por encima de todo, ese miedo que todo lo apunta y contamina:

“No había miedo de que el estrépito de la descarga alborotase a la vecindad. Ni una sola ventana se abrió; ni una voz alarmada pudo oírse… En el cuarto inmediato, el inquilino comprobó satisfecho que los tiros no le habían matado a él, se tapó la cabeza con la almohada y así se estuvo quieto, quieto, hasta que fue de día”

El hombre reducido a su condición animal se guía siempre por el hambre (recordemos Las últimas banderas, de Ángel María de Lera “Si la gente comiera, siquiera medianamente, terminarían la guerra nuestros nietos”), una sensualidad desaforada y rijosa (que tiñe gran parte de San Camilo, de C.J. Cela: “si un hombre está cachondo y además le remuerde la conciencia, ¿qué más puede pedir?”), el miedo al que acabamos de referirnos, tan presente en otros cuentos de Chaves (Massacre, massacre, por ejemplo) y el sueño, del que tanto se queja Pedro en este relato: “De la guerra y la revolución … lo peor es el sueño que se tiene siempre. ¡Si se pudiera dormir! La guerra y la revolución serían menos duras y menos crueles si los hombres que las hacen hubieran dormido bien…”
Chaves Nogales y Kerensky en 1931

Que Y a lo lejos, una lucecita, así como el resto de las narraciones que forman A sangre y fuego… no podía gustar ni a tirios ni a troyanos, es un hecho que explica el silencio que rodeó la obra de Manuel Chaves Nogales, a excepción de la biografía de Juan Belmonte (1934), durante más de setenta años. Felizmente recuperada la producción del periodista gracias al trabajo de María Isabel Cintas a partir de 2011, el mismo año que Jaime Márquez Sierra publicó una reseña de la obra en el número 20 de esta revista, ya va siendo hora de situar al sevillano en el lugar que se merece dentro del panorama de la literatura española sobre la guerra civil.





Este artículo fue publicado en la revista "Frente de Madrid"

lunes, 1 de diciembre de 2014

Luis S. Granjel (1920-2014). In memoriam


Creo que fue a mediados de 2012. Estaba sentado con Julián Sanz Esponera mientras Mercedes recogía el coche para regresar a Salamanca. Bromeaba feliz, radiante, satisfecho después de entregar los trastos a su sustituto. Desde entonces, manteníamos una regular comunicación telefónica y comprobaba con tristeza cómo se iban apagando sus fuerzas, pero no así sus ganas de trabajar. No hace mucho, con la intención de abrir la espita del recuerdo, hablamos de los últimos días de la Guerra Civil y lamenté sinceramente que se hubiera negado a escribir sobre las experiencias vividas y todas aquellas personas con las que trató, auténticos protagonistas de un siglo XX, un siglo que se cierra con él.
La tarde del sábado, 29 de noviembre, murió Luis S. Granjel a los 94 años de edad. Con él se va una forma de hacer historia, una manera de estar en el mundo. Descanse en paz.
Reproduzco a continuación un texto que escribí en este mismo sitio hace más de dos años.
Luis S. Granjel (Segura [Guipúzcoa], 1920). La pasión por el trabajo.
23 de marzo de 2012.



El martes pasado no pudo disimular su enojo. Mientras le exponíamos Araceli y yo el proyecto que poco después iba a ser presentado a la Junta Directiva de la Academia, aumentaba su inquietud, su disgusto al sospechar que el trabajo de descripción archivística se vería interrumpido indefinidamente. De poco sirvieron nuestras protestas y explicaciones. A pocos meses de dejar su cargo de Académico Bibliotecario, confirmaba uno de sus grandes temores: el catálogo del Archivo no vería la luz antes de 2012.

La elaboración de la Historia de la Real Academia Nacional de Medicina (2006) le puso en contacto con la documentación recogida en su archivo, así como con la casi total ausencia de instrumentos de descripción capaces de recuperar de forma satisfactoria la información contenida en el mismo. Este hombre metódico, con una enorme capacidad de trabajo, que siente como una obligación moral inherente al cargo que desempeña dejar un testimonio fehaciente de su paso por el mismo, apoyó sin reservas mi propuesta de encargarme de la catalogación, bajo su directa supervisión, de los más de dos centenares de legajos y otros materiales que daban fe de la andadura de la Real Academia Nacional de Medicina desde su fundación allá por 1733.


La confianza que Luis S. Granjel depositó en mí, traducida en el reconocimiento remunerado de un trabajo intelectual justo en el momento en el que esperábamos la llegada de nuestro segundo hijo, justifica estas líneas de homenaje y sincero agradecimiento.




Tomo V y último de su Historia general de la
medicina española (1985), que cubre desde
principios del s. XIX hasta 1936
Hoy lamento no haber registrado todas las conversaciones celebradas con el Profesor, esa ventana abierta a la historia de España de los últimos setenta años. Un simple estímulo, un comentario al hilo de, eran/son suficientes para provocar una lección magistral. Al principio, esas lecciones se limitaban a eso, casi a discursos, a emocionadas peroratas que no daban opción a intervención alguna. Con el tiempo, el monólogo fue dando paso a un diálogo, que daba pie a saltar de un tema a otro, de una época a otra, hilvanando datos, anécdotas y curiosidades capaces por si solas de completar un volumen de historia vivida. En más de una ocasión le sugerí la empresa, pero él se ha negado de forma sistemática a escribir sobre el presente, sobre la actualidad que comienza con la guerra civil.
Lo repito. Me arrepiento enormemente de no haber anotado, a modo de periodista, el resumen de todas las charlas mantenidas con Granjel, que recordaba  la figura de Unamuno paseando por las calles de Salamanca, o la amistad entablada años después con Pío Baroja, del cual siempre llevaba consigo una novela para leer en el tren, o del comentario que corría por las tertulias que regentaba Antonio Tovar acerca de Carmen Martín Gaite y las "cosas raras" que escribía a raíz del tifus que padeció... Entre ambos momentos, la guerra civil que se llevó por delante a un hermano suyo, y a él mismo a las proximidades del frente de Madrid, en Pozuelo; y a punto estuvo de participar en la última gran batalla de la contienda que se desarrolló al sur de la provincia de Badajoz a principios de 1939, de no ser por una enfermedad que le devolvió a Salamanca...


Publicada en 2008, dedicada por el autor a la
Real Sociedad Bascongada de Amigos
del País, donde ingresó en 1982
Historiador de vocación, su carrera médica, orientada hacia la psiquiatría, se vería afortunadamente truncada durante los cursos de doctorado a principios de los cuarenta, tras un encontronazo con Vallejo Nájera, factótum por aquel entonces de la disciplina en España. Una de las asignaturas la impartía Marañón, que acudía a la Facultad en un coche de la embajada británica, ya que su situación, nada más regresar del exilio, no debía estar muy clara. De Marañón escribiría la primera y una de las mejores biografías en 1960, que publicaría Gredos, la prestigiosa editorial donde conoció a Torrente Ballester, que también tramitaba la edición de su famoso manual de literatura...

El camino hacia la simbiosis entre la medicina y la historia se lo abrió Laín Entralgo cuando, al ver cerradas las puertas de la psiquiatría, le aconsejó, casi le hizo el encargo de dedicarse al estudio de la historia de la medicina española, campo que desde que fuera trillado, a principios del siglo XIX, por Villalba, Chinchilla y Hernández Morejón, había permanecido inculto e intransitado. Y se puso a la tarea con el mismo ahínco que aún hoy, a sus 92 años y con las limitaciones que la edad impone a la vida, imprime a los trabajos que emprende, e impresiona a propios y extraños.

Es la laborterapia de que habla mi amigo Juan Casco Solís, único salvavidas al que aferrarse si las desgracias familiares o la enfermedad hacen estragos en uno. Del marasmo que le produjo la muerte de su mujer y de un hijo muy joven, consiquió salir redoblando los esfuerzos invertidos en el trabajo cuando, una vez jubilado o próximo a retirarse, alejado de las aulas, se podía permitir el lujo de practicar el ocio.



Trabajo y rutina. El 12 de marzo de 2003, hace ahora nueve años, ingresa en la Academia de Medicina. Tiene 83 años, lo que no le impide viajar todos los martes a Madrid. Obligado a participar en la vida de la Academia, presenta comunicaciones, interviene activamente en las conferencias de su especialidad. Pasa la noche en un hotel de la Cuesta de Santo Domingo y los miércoles por la mañana trabaja en la Biblioteca, para regresar a Salamanca, en tren, al mediodía. Aunque, en su opinión, el café que sirven en Madrid es muy malo y los colchones de los hoteles habría que tirarlos a la basura, persiste en sus viajes semanales, hasta que un par de caídas, y el lógico temor de sus hijos a que sufra un accidente más grave, le sugieren espaciar sus venidas a Madrid. Algún que otro achaque le mantuvo en la inactividad durante cierto tiempo. Por teléfono me transmitía su contrariedad, y se podía adivinar un conato de depresión. Las molestias en la espalda y en las piernas le dieron como compañero un bastón del que ya no se desprende.



Cuando todo estaba por hacer...
No hace mucho, me transmitió un plan de trabajo personal que abarcaba la friolera de tres años, en los que tenía que ventilar todo el material acumulado en cajas y carpetas, entre el cual se encontraba el relativo a una inconclusa historia de la vejez. Pero no debe extrañarnos. Con un tesón a prueba de bombas, levantó ex nihilo  todo un centro de investigación de historia de la medicina, el Seminario de Historia de la Medicina Española, vinculado a la Universidad, en el palacio salmantino de Fonseca, reuniendo un gran número de ejemplares microfilmados de los títulos más significativos de la medicina clásica hispana, sobre los que puso a trabajar a un nutrido grupo de investigadores, a partir de una guía, una especie de catecismo que publicó en 1961: Estudio histórico de la medicina. Lecciones de metodología aplicadas a la historia de la medicina española. Allí debió concebir el ambicioso plan editorial que dio a luz múltiples publicaciones monográficas, tanto propias como de sus alumnos, y una de las revistas más interesantes de su campo: Cuadernos de Historia de la medicina española (1962-1975), donde se podía leer a todos los que tenían que decir algo en la materia: Diego Gracia Guillén, Agustín Albarracín Teulón, Antonio Carreras Panchón, Juan Riera, José Danon, Linage Conde, José María López Piñero, Rafael Sancho de San Román, José R. García-Talavera, Juan Luis Carrillo, Luis García Ballester..., unos, tristemente desaparecidos, otros, aun en activo, todos ellos creadores de escuela en los departamentos de historia de la ciencia de las diferentes universidades o en el Instituto de Hstoria del CSIC.

Luis S. Granjel siempre ha supervisado  muy de cerca  la
edición de sus trabajos, sobre todo los aspectos tipográficos
Resulta asombroso (y envidiable) su afán de independencia, de "no molestar a nadie", como él dice. Pasea todas las mañanas antes de que las calles de su ciudad se llenen de turistas y de universitarios. Lee y trabaja hasta que se le cansa la vista. Y protesta. Protesta porque ya no tiene la misma energía que años atrás. Puede parecer huraño, un tanto misántropo al expresar su indiferencia hacia todo lo que no le interesa personalmente. Pero casi un siglo de vida te da derecho a eso y mucho más.




Su penúltimo proyecto de recuperación
de los clásicos españoles. La modesta pero elegante
edición facsímil de la obra del médico español
Martín Martínez (1684-1734)


Últimamente bromea con los cambios que aprecia a su alrededor. Injustamente amortizado, no se recata a la hora de ironizar sobre el rumbo que adoptan aquellas instituciones por las que tanto ha luchado durante años. Asomado a la atalaya levantada por la edad, la experiencia y el aval de un trabajo concienzudo, puede discernir lo permanente de lo efímero, lo consistente de lo frágil y endeble, virtud esta que no le es dada a todo el mundo.

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Fotografías tomadas durante el homenaje que le hizo el Colegio de Médicos de Salamanca.
Semblanza de Luis S. Granjel escrita por José María Urkia Etxabe.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Fundación Telefónica



A comienzos de los años ochenta solía quedar con mis amigos de entonces, todos vecinos del centro de Madrid, en la esquina de Gran Vía con Silva, muy cerca del cine Rex. Todavía puedo recordar el enorme cartel con una Catherine Deneuve maniatada anunciando la película "Belle de jour" que por aquellos días proyectaban en la sala. La imagen de la espléndida protagonista de la cinta basada en novela de Joseph Kessel, acompañada del olor dulzón e inconfundible del ambientador que se escapaba a ráfagas del local, quedarán siempre asociados en mi memoria a la imagen que conservo desde la adolescencia de esa arteria madrileña y a la que ya me he referido en alguna ocasión: algo a medio camino entre lo cosmopolita y lo sensual, lo ultramoderno y aquello que encierra un peligro desconocido, lo tradicional y lo vanguardista, lo futurista y lo impersonal…

Cuando, un par de sábados atrás, pasamos con los niños por delante del edificio que levantara Luis Gutiérrez Soto en 1943, se me cayeron los palos del sombrajo: estaba abandonado de mala manera, lleno de basura y desperdicios, engrosando las filas de otros inmuebles de la zona, que exhiben, a través de los huecos de sus ventanas, interiores vacíos y desnudos (el Edificio España, sin ir más lejos) sobre los que planean, con el beneplácito de las autoridades bancarias y municipales,  las alas de un incierto grupo de inversores con intenciones no del todo claras.

Esquivando las oleadas de turistas para los que la Gran Vía no deja de ser una postal más, llegamos al primer rascacielos  de la capital. Alguien dijo en un tono castizo que Madrid era un pueblo grande con un rascacielos pequeñito, refiriéndose a la Telefónica, un alarde arquitectónico diseñado y construido por Ignacio de Cárdenas Pastor entre 1926 y 1929. Hoy es sede de la Fundación Telefónica Movistar y allí llevamos a los niños a un evento en torno a los Jedi . 
Lo que quiero destacar aquí no es el espectáculo de los caballeros Jedi con sus rutilantes espadas laser entrenando a los críos en su manejo pues, en realidad, yo no soy un devoto fan de Star Wars y sus secuelas.

Verdaderamente reseñable es el acierto a la hora de ofrecer un espacio al público donde convive en perfecta armonía un Museo de las Telecomunicaciones (con sus entrañables centralitas que yo llegué a conocer en Orellana, y esas  operadoras de negro hasta los pies vestidas manipulando con maestría unos cables infernales) en el que se muestra de forma didáctica y atractiva un recorrido por la historia de la comunicación en general y de la telefonía en particular, con una serie de exposiciones temporales de indudable interés, todo ello alrededor del mundo de la tecnología, la ciencia y la vanguardia. Pero aún hay más (aparte de una tienda con unos precios más que asequibles: Carmen me regaló una libreta en cuyas tapas aparecen diferentes imágenes de la Telefónica en construcción): el logro de combinar con maestría lo actual con lo clásico, lo original con lo efímero y en constante evolución. A cada paso, entre los detalles de tecnología puntera y espectacular, dispositivos de última generación, pantallas e iluminación, talleres para niños, puntos de atención al público… asoma el alma del edificio en molduras y techumbres, solados y jambas, mármoles y escaleras, transmitiendo una confortable sensación de continuidad.

Finalizada la visita, con un cielo que al poco se derrumbó en un aguacero tropical, no podía dejar de comparar lo alcanzado por esta Fundación con el humo y el ruido que pretenden vender otras entidades homólogas vinculadas a distintas instituciones. Y desde ese pequeño oasis de la Red de San Luis, maridaje perfecto de tradición y modernidad, recordaba esa otra Gran Vía, la del cine Rex, donde hacia 1981 o 1982 echaban sin pudor y con bastante éxito películas rodadas 15 años atrás. 


miércoles, 15 de octubre de 2014

Resurrección de Lazar(ill)o






Si Carmen no quiere sacarle partido a su reflexión, lo haré yo: es lo malo que tiene no registrar adecuadamente las ideas que se nos ocurren, que viene cualquier mandria desocupado y se apropia de ellas sin el menor recato y disimulo. No es mi caso, que conste. Yo citaré, de hecho estoy citando, la fuente autorizada y, con un poco de suerte, le animo de esta manera a plasmar negro sobre blanco este y otros muchos pensamientos que comparte conmigo.

El asunto tiene enjundia, y como punto de abordaje de un análisis de la cultura resulta impecable y atractivo. Admitiendo que las cimas literarias y biográficas de un pueblo o comunidad son representativas y dicen mucho de aquellos que las produjeron y dieron cobijo, y del ambiente que respiraron y de alguna manera transmitieron generación tras generación hasta el día presente, basta con dar una vuelta por el panorama español para echarnos las manos a la cabeza y pedir asilo político a Liechtenstein.
Un puñado de ejemplos tomados de la literatura y de la vida real son suficientes para mover a una meditación convulsa y sobresaltada, pues nuestro Siglo de Oro, aquel en el que consciente o inconscientemente nos queremos ver singularizados y diferentes de los demás, parió nada más y nada menos que a Alonso Quijano, Celestina, Lazarillo y Cristóbal Colón. Obviamente, a muchos más. Pero si desgajamos estos cuatro pilares del edificio que conforma nuestra cultura, lo que quedaría de ella no sería más que un amasijo deforme e irreconocible, un monigote en el que no sabríamos (ni querríamos) vernos retratados.
Quijote, Celestina, Lazarillo y Colón que, aunque genovés de nación, su vida solo cobra sentido en nuestro suelo... Un loco, una puta, un golfo ladronzuelo y un visionario irresponsable.... Un zumbado que tenía a torteruelo a todos los que le rodeaban, una vieja bruja intrigante y aduladora que se lucraba explotando y estimulando los instintos más rastreros de la gente, y un constructor de castillos en el aire que, sin la más mínima certeza científica de la viabilidad de su proyecto, se embarcó en el mismo con el dinero de los demás y murió sin tener la menor idea del lugar al que había llegado.

Parece triste que cinco siglos no sean suficientes para que estos tipos dejen de encarnarse una y otra vez y regresen definitivamente a su mundo de fantasía y pesadilla, de cuyos ropajes literarios nunca se debieron desprender. Hoy, como ayer y como mañana, padecemos la resurrección del Lazarillo (!ay, el episodio de Lázaro y el ciego!) que, amarradito a otros espectros del mismo jaez, y sin ocultar sus aviesas intenciones, se pavonea por esta triste España con tremenda desfachatez y trompetería, adueñándose de carteras ministeriales, escaños parlamentarios, cargos directivos de partidos y sindicatos, consejos de administración, fundaciones sin fundamento, puestos de responsabilidad (para los que no están ni medianamente preparados) de pequeñas, medianas y grandes empresas públicas, privadas y mediopensionistas, donde sientan sus reales hasta hundirlas en el fango.

Ya va siendo hora de que los locos, las furcias, los ladrones y los carísimos soñadores dejen de manejar y alterar  el curso natural de nuestras vidas, y queden reducidos de una vez y para siempre a eso que los ingleses llaman lunatic fringe, ese fleco demencial, aislado y manejable que una sociedad sana es capaz de asumir y gestionar como un mal menor. 

miércoles, 8 de octubre de 2014

El ébola español


El asunto resulta curioso, y en principio no debería trascender su importancia más allá de la pura anécdota. Pero está demostrado que las cosas tienden a complicarse y, en un momento dado, gracias a un error de cálculo o a una frivolidad, adquieren unas dimensiones insospechadas y terribles.

Con la Gran Guerra dando sus últimos coletazos, se desató una epidemia de gripe que las potencias contendientes, bastante ocupadas en destrozarse mutuamente, se encargaron de evitar que saliera a la luz en la prensa de sus respectivos países, lógicamente obligada a volcarse en los esfuerzos de propaganda y agitación que exige cualquier conflicto armado de semejante envergadura. En las naciones neutrales, y España era una de las más importantes, no se sometió a los rotativos a ningún tipo de censura a este respecto, informando libremente, o como buenamente podían por la dificultad de acceso a los datos de primera mano, del desarrollo de la pandemia. Fue entonces cuando Manuel Martín Salazar, responsable de la cosa sanitaria española entre 1909 y 1923, al ponerse en contacto (vía telefónica o telegráfica) con alguno de sus homólogos  europeos para, ¡inocente de él!, informarse de la evolución de la gripe, les proporcionó la munición necesaria para que pudieran escurrir el bulto y librarse de toda responsabilidad en la crisis que ya se había gestado. De modo que el azote desatado en Europa, que pronto se extendería como la pólvora, y de cuya rápida difusión nuestros abuelos no tuvieron ni arte ni parte, fue bautizado, gracias a la, digamos, imprudencia de Martín Salazar, como Gripe Española.

Luis S. Granjel me comentaba hace unos años que su padre, médico por aquellos años, veía pasar los trenes que, procedentes de Francia, transportaban a los soldados portugueses de regreso a su país al final de la guerra. Los vagones circulaban con las puertas cerradas, como de tapadillo, y apenas sin detenerse por el miedo al contagio. ¿Quién temía ser contagiado por quién? ¡Menudo panorama!
En cuanto a alarma social y consecuencias imprevisibles por ella ocasionadas, no es muy difícil encontrar paralelismos entre lo ocurrido alrededor de la gripe de 1919 (la mal llamada gripe española) y el pánico que ha saltado estos últimos días en Madrid con los casos detectados de infección por el virus del ébola.
Por un lado, en ambas ocasiones, una decisión equivocada, aunque cargada de buenas intenciones, tan buenas como el empedrado del Infierno (hace casi cien años, la dichosa llamada telefónica; ahora, la repatriación de varios misioneros contagiados del virus) nos han colocado en el punto de mira de la prensa y televisión extranjeras, aireando la crisis sanitaria española, casi, casi tiñéndola de epidemia, con la posible finalidad de minimizar o silenciar, o desviar la atención del, sin duda, mayor número de enfermos registrados (pero nunca confesados) en los países de nuestro entorno.
Y por el otro, ignoro si los responsables políticos españoles son conscientes de las repercusiones económicas que puede provocar este señalamiento, que sin duda nos sumergirá un poquito más en esa crisis de la que no acabamos de salir.
De momento, todavía no hemos bautizado al virus de marras como ébola español. Aunque puede que solo sea cuestión de tiempo.

jueves, 7 de agosto de 2014

Un viaje en el tiempo (Verano 2014. Segunda parte)

Panorámica desde la ventana del Hostal Gogar
Puentenansa (Cantabria)
A menudo nos asomamos a la ventana del tiempo con la intención de recrearnos en la contemplación de un paisaje detenido. En otras ocasiones, creemos percibir alguna modificación en sus detalles y nos afanamos en perseguir al responsable, desenmascarando su identidad. Es un ejercicio interesante, en el que se practica, con dosis e intensidades homogéneas, la historia, la imaginación y el sentimiento.

La segunda etapa de este verano, que abrimos el 16 de julio mientras embarcaban los niños en el autocar rumbo a Puentenansa (Itziar y Sara, como si no hubieran hecho otra cosa en su vida; Alejandro, por enésima vez, protagonizando una de sus performances favoritas, sumiendo a Carmen en un estado a medio camino entre el cabreo y la pena) y damos hoy por finalizado, se puede considerar un viaje en el tiempo.

Hablo de un tiempo tridimensional, como tiempo vivido, reconstruido y soñado, que es la noción que tengo yo del mismo, nada académica, por cierto.

El hecho de que estuviéramos solos Carmen y yo después de quince años sin niños alrededor, dueños de nuestro tiempo y nuestro destino, sumado a las tardes con Mari Cruz y Armando, la visita a Proaño y a los escenarios de la novela de Pereda a las orillas del Nansa, ha desembocado en esta reflexión sobre el tiempo y su epifanía, de qué forma se nos aparece y qué consecuencias se pueden extraer de todo ello.

Durante la estancia de Mari Cruz en Madrid, tuvimos ocasión de hablar de las inquietantes trampas de la memoria (la calurosa noche del 16 de julio, en casa de Armando y Coco) y de sus relatos como obra en marcha que Carmen se ha comprometido firmemente a impulsar: visitas a Bubok y organización de un blog para dar salida a todas sus creaciones literarias y teatrales. De la reconstrucción de la historia familiar en la que está sumergida Carmen con el descubrimiento de primos en Baena y Sevilla. Recuperación como comprensión de una vida, y de lo que en ella suponemos dislocado, como rastreo de una línea transmitida de generación en generación, no como acumulación de blasones, honores e hidalguías.

También nos asomamos al mundo desinhibido de Armando y sus amigas (Coco, Peli y Pili) durante un concierto en la plaza del Matadero. El desparpajo y la frescura de su conducta (su sincera insistencia en que fuéramos un día a la azotea que habita Pili de forma circunstancial junto al palacete modernista de la Sociedad General de Autores), habida cuenta que nos separaban más de 20 años, no dejó de sorprenderme, y no pude evitar echar la vista atrás para comprobar qué distinto me veía yo a su edad….


Playa de Comillas. No cabe un alfiler


Otra noche cenamos Carmen y yo en la cantina del Matadero, un gran descubrimiento, con sus menús vegetarianos y su escenografía de arqueología industrial presidida por una alta chimenea de ladrillo.

El fin de semana del 19 y 20 de julio, con un fuerte descenso de la temperatura, nos acercamos al Zújar, iniciando nuestro voluntario tributo a las arcas de Cepsa, que se vio incrementado el viernes 25 cuando subimos a Puentenansa a ver a los niños. Nos alojamos en el Hostal Gogar, y desde allí nos acercamos el sábado a San Vicente de la Barquera, Comillas y Santillana del Mar. El excesivo buen tiempo que disfrutamos (yo no recuerdo haber sudado tanto en mi vida, aunque el termómetro no subía de los 27-28 grados) convirtió aquellos lugares en algo prácticamente intransitable, más propio de otras latitudes. El domingo por la mañana visitamos Tudanca, la Tablanca de “Peñas arriba”, con la casa de Cossío donde Pereda escribió su novela, y que fue frecuentada por figuras tan dispares como Miguel Hernández y Cela. Escuchar a esas gentes de Celis, Puentenansa o Tudanca hablar casi con los mismos giros que transcribe el montañés, causaba impresión. Ya no sé si compartirán ese mundo tan inocente inmortalizado por el novelista, donde cada cual ocupaba felizmente su lugar y la modernidad, los fallos inherentes a la misma, se vivía como un peligro acechante.


Puentenansa (Cantabria)
El 30 de julio ya estaban los niños de vuelta. Debidamente desparasitados, y con las cinco o seis lavadoras recogidas, el sábado 2 de agosto volvimos casi sobre nuestros pasos, dirección Palencia. Al mediodía llegamos a Olleros, justo a la hora de comer, muy a gusto, como siempre, con Antonio, Rosa, Jorge, Marisa y Enrique, bajo un cielo negro que no tardó en transformarse en una tromba de agua. Camino de Guardo, donde nos alojaríamos con Marisa y Enrique, y sorteando los chaparrones, nos pasamos por Aguilar de Campóo (hay que volver con más tiempo) y Cervera de Pisuerga. Allí se quedó Itziar con los Villar, pues Jorge tenía la intención de bajar, una vez en Villorquite, a las fiestas de Herrera de Pisuerga
.

De Cervera, nos fuimos con Marisa y Enrique a Guardo, al Hotel Montaña Palentina. Cena y larga sobremesa, con Sara y Alejandro dormidos encima del mantel, sobre proyectos de todo tipo y la necesidad de un cambio en las prioridades de la gente como solución a la crisis. El domingo por la mañana, sin despedirnos de Marisa y Enrique (habían madrugado para hacer una ruta) nos acercamos a Proaño a ver al primo Jesús, visita emplazada desde el fin de semana anterior.

Una vez encauzada por Carmen la solución de un problema que tenía su primo con Movistar, bajamos a comer a Espinilla al igual que el año pasado. Mientras tomábamos el café, se acercaron a la terraza Jesús y Lola, una sobrina suya, a charlar un rato de las transcripciones de su tío, de las anécdotas de los miembros de la familia dispersos por el valle del que, según nos aconsejaron (después de comentarles lo abarrotado de Comillas) no se debe salir durante el mes de agosto.

Llegamos a Villorquite bien entrada la tarde, después de parar en la colegiata de San Pedro de Cervatos, con sus esculturas eróticas en las ménsulas y capiteles de la portada y del ábside que harían sonrojar a Passolini. Nos despedimos de Itziar y emprendimos el camino de regreso a Madrid.

Con esto, damos por concluida la segunda etapa del verano. A partir de ahora, ya estamos los cinco de vacaciones.


Hasta pronto.

Tudanca (Cantabria)
Casa de JM Cossío, donde Pereda redactó
"Peñas arriba"

miércoles, 6 de agosto de 2014

La rutina suspendida. (Verano 2014. Primera parte)



Aunque parece que la idea no ha prosperado, se ha dicho infinidad de veces que los grandes movimientos de masas no son más que el reflejo o la consecuencia de un “estado del alma”. Lo mismo sucede con las migraciones en el mundo animal. ¿Por qué en un determinado momento enormes colonias de miembros de una misma especie deciden trasladarse en masa a tierras más cálidas o más frías? Los estudiosos de la conducta animal, al no localizar en las bestias ninguna facultad de predicción o anticipación, responsabilizan de dicho fenómeno al instinto.
Por un concreto estado del espíritu, o por el mero instinto, a una hora indefinida de la madrugada se salta la verja del Rocío o se enfrentan los pueblos en unas luchas sangrientas por un quítame allá esas pajas que, en otras circunstancias, se habría resuelto de forma pacífica.
Inquieta un poco pensar que nuestras actitudes y comportamientos, al menos una parte de los mismos, respondan a un cúmulo de imponderables que, como tales, caminan más cerca del azar que de la lógica. Es nuestra faceta de títere, de sabernos movidos por unos hilos manejados por mano caprichosa y desconocida.
¿No sucede algo similar con las vacaciones? Durante el curso alimentamos el anhelo de un espacio de tiempo más o menos largo capaz de eliminar, o al menos relegar a un olvido momentáneo, aquella rutina que nos ocupa y absorbe a lo largo del año. Pero el esfuerzo invertido en el empeño a veces resulta agotador y no siempre aporta los frutos esperados.
Un estado del alma… O la sensación de que algo va a pasar, de que, necesariamente, se van a conjugar una serie de futuribles que darán un vuelco a nuestras vidas. Este sentimiento propio de la adolescencia lo impregna todo (basta echar un vistazo a nuestra sociedad y a sus últimas y rutilantes opciones políticas), y en no pocas ocasiones nos aleja de la felicidad que pretendemos alcanzar.
Las vacaciones como un estado del espíritu… Suena bien. De niño, recuerdo que durante estas semanas todo parecía detenerse, se reducía el latido animal. Circulaban menos coches por la calle, la mitad de los comercios estaban cerrados y un aburrimiento que se podía tocar se apoderaba del espacio comprendido entre el mediodía y la tarde avanzada. Efectivamente, esperaba que sucediera algo. Desgraciadamente, nunca pasaba nada.
Se trataba de suspender una rutina dejando un hueco en nuestra vida difícil de llenar.

Confieso que este año nos hemos saltado a la torera el calendario, orientado desde siempre al Edén de agosto, embarcándonos en la vorágine vacacional en fechas tan tempranas como mediados del mes de junio. Las graduaciones de Sara e Itziar en sus respectivos ciclos educativos (infantil y secundaria), indicativos del final de una etapa, con sus preparativos angustiosos, ajustes imposibles de fechas y horarios para que no coincidieran las ceremonias (al final, tuvimos que poner en práctica el don de la ubicuidad), fueron, en sí mismos, el mejor anuncio de la vacación. Aún hay más: de forma simultánea, las fiestas de fin de curso, las exhibiciones deportivas y representaciones teatrales del Pulchinela, los cumpleaños encadenados de Alejandro y Sara con su correspondiente celebración, todo ello concentrado en dos o tres tardes, resultaron ser una carrera de obstáculos que, un año más, superamos con toda dignidad, dejándonos como sirenas varadas y agotadas a la orilla de la playa del mes de julio.
Pero… ¡qué poco dura la felicidad en casa del pobre! Con los niños en casa desde el 20 de junio (la conciliación de calendarios-horarios laborales y escolares ¡esa sí es la revolución pendiente!), había que organizar su campamento, al que este año se sumaba Sara: mochilas, material, documentación y equipamiento, que no faltara ni un detalle, multiplicado por tres. Carmen se desdoblaba atendiendo la intendencia, las compras de última hora y preparando una comunicación que tiene que presentar a un congreso que se reunirá en septiembre. Los fines de semana, como comandos itinerantes o liberados, me llevaba a los pequeños a pasar el día en el Zoo, el Parque de Atracciones o a una Cercedilla extrañamente desierta hace unos sábados, con el fin de dejar a Carmen trabajar tranquilamente en casa.
El quince de julio, con el texto de la comunicación entregado y los macutos preparados en la puerta, nos fuimos a dormir dando por concluida esta primera etapa de las tan merecidas vacaciones.