viernes, 31 de mayo de 2013

Vientos de guerra. “Vísperas, festividad y octava de San Camilo del año 1936 en Madrid” (Camilo José Cela, 1969)




“...esto no es sino una purga del mundo, una purga preventiva y sangrienta pero no apocalíptica…” (333)

Aprovechando el trigésimo aniversario del final de la Guerra Civil, Camilo José Cela(1916-2002) lanza al mercado editorial una de sus novelas más complejas, elaboradas e inquietantes. Eclipsada por los éxitos de público y crítica justamente obtenidos por “La familia de Pascual Duarte” (1942) y “La Colmena” (1951), y teniendo que compartir el favor de los lectores con todas esas obras nacidas al abrigo del boom literario hispanoamericano, parece que “San Camilo, 1936” (1969) no gozó en su día de la acogida que merecía su indiscutible calidad.

Tal como reza su título completo, “Vísperas, festividad y octava de San Camilo del año 1936 en Madrid”, de acertadas resonancias litúrgicas, es una llamada a la conciencia, al recuerdo del martirio, a la eterna recreación del sacrificio. Pocas veces se encuentra tan imbricado el asunto a tratar con la técnica escogida para su exposición. Larguísimo monólogo reflexivo en segunda persona, como si de una febril letanía se tratara, dividido en tres grandes bloques (vísperas, festividad y octava) y un epílogo, está construido de una manera tremendamente original con materiales de muy distinta procedencia: anuncios de productos farmacéuticos, cuñas publicitarias aparecidas en la radio (Unión Radio), extractos y titulares de noticias, digresiones demenciales del narrador que van de lo escatológico a lo grotesco, rayando a menudo en lo admonitorio… Gracias a las mínimas pinceladas con las que el autor consigue dar consistencia de manera magistral a los más de doscientos cincuenta personajes que se mueven por la novela, mezcladas con los fragmentos referidos más arriba, se ilustra la vida de una ciudad, Madrid, los días inmediatamente anteriores y posteriores al pronunciamiento militar del 18 de julio de 1936, con el asedio al Cuartel de la Montaña de fondo y los premonitorios vientos de guerra. Estos sucesos, presentados de forma aséptica, unas veces como titular y otras como recreación, no destacan entre los demás fragmentos, a no ser porque aceleran o trastocan la evolución de esos personajes.

Esa labor de ensamblaje, que da lugar a un producto cerrado y compacto, con el inequívoco sello del autor, solo es posible con el recurso a las sensaciones de todo tipo. Podríamos calificar  a “San Camilo, 1936” como obra multimedia desde el momento en que nos arroja a la cara, a veces con violencia, una multitud de olores, de ruidos y sabores difíciles de digerir; nos hace experimentar el hambre, la enfermedad o el asco, el miedo y la desesperación, así como la ternura y la empatía, en muchas ocasiones sin solución de continuidad entre una y otra:

“El 14 de abril [de 1931] los oradores hablaron al pueblo desde el balcón del Centro Republicano, la multitud cantaba la Marsellesa pero como la gente no sabía la letra la tarareaba, era un espectáculo bastante raro y dramático oír tararear la Marsellesa a dos o tres mil personas llenas de buena intención y de dudas, de muchas dudas. El 18 de julio [de 1936] a las seis y media de la mañana un automóvil se estrella contra una farola del Banco de España, es un dodge coupé de color negro y tiene manchas de sangre en el parabrisas, en los asientos y en el suelo, mueren sus tres ocupantes, dos señoritos y una prostituta… “ (p. 15-16)

Este párrafo recoge los tres ejes vertebradores de la novela y dos de sus recursos literarios. Por una parte la política que nunca acaba de entenderse del todo, aunque levante adhesiones y entusiasmos:

“la política no es el arte del todo o nada sino al revés, en política no se parte jamás de cero, la política es el arte de salvar lo que se pueda y gobernar a los españoles para que no se cacen a tiros” (`p. 204)


Un joven Camilo José Cela


La juventud, a la que presta su voz un CJC de 20 años que desnuda su alma frente al espejo para exhibir sus miserias, humillaciones y claudicaciones. No en vano, la novela está dedicada a los mozos del reemplazo del 37 “todos perdedores de algo: de la vida, de la libertad, de la ilusión, de la esperanza, de la decencia”:

“A las siete de la mañana la Estación del Norte es un hervidero de excursionistas que van a la sierra a respirar aire puro, los jóvenes de ambos sexos de los partidos de extrema izquierda, socialistas y comunistas, llevan camisa blanca y pañuelo rojo al cuello y cantan el Chíbiri… hacen gimnasia sueca… algunos hacen la instrucción, comentan textos clásicos del marxismo y se sienten vagamente depositarios de las esencias revolucionarias…” (50) “En el Águila, en la otra acera de la calle de Serrano, toman cerveza los señoritos de Renovación Española, parecen medio inflagaitas pero son valientes, muy valientes, con un valor jaranero y un poco a la antigua entre caballeresco, deportivo y fanfarrón… también hay falangistas y algún estudiante de la AET” (59)

Y de otra, el lado más oscuro y golfo de unos seres que parecen evadirse de una vida cotidiana gris para sumergirse en el igualmente rutinario hedonismo. Toda la novela, sobre todo la primera parte, es un catálogo del golfo Madrid la nuit, con una descripción detalladísima de los prostíbulos, meublées, casas de tolerancia y sus madames y frecuentadores. El deleite del autor en esa sociedad miserable y mezquina, alimentada por el engaño, la impostura y la falsa apariencia, submundo en absoluto representativo del conjunto, concuerda con su visión pesimista e irracional del conflicto que se está gestando:

“la preocupación se quita (o al menos se distrae) yendo de putas, el remordimiento de conciencia ayuda mucho, si un hombre está cachondo y además le remuerde la conciencia, ¿qué más puede pedir?” (180)

La combinación del humor y el chascarrillo con las escenas o situaciones del más puro tremendismo, alcanzando muy a menudo la sordidez, es una constante en la novela, uno de los recursos más felices del autor, logrando, así, un efecto sobrecogedor e impactante en el lector. Del mismo modo, la dosificación de los sucesos reales que presiden y marcan con su pauta la vida de todos esos seres imprime un ritmo infernal, como de pesadilla, al adquirir cada vez más peso hasta llegar a paroxismo en pasajes como el de la petición al Gobierno de entrega de armas a las milicias:

“las revoluciones van a su aire y después salen como pueden, bien o mal pero revolucionariamente, lo que quiere el pueblo es gritar armás, armás, armás e ir de un lado para otro en grupos compactos…” (157)

Porque lo que se persigue es transmitir una atmósfera angustiosa, de la que es imposible escapar; como si estuviéramos inmersos en un absurdo y pesado sueño. Y, lo peor del caso, es que dicho via crucis no tiene un fin purificador. CJC no aporta una solución, pues elude escudriñar las posibles causas finales de la guerra, o facilitar una clave que impida la repetición del mismo drama en un futuro.

Se podría decir que el autor adopta la interpretación más castiza y biológica del conflicto, así como la que menos se presta a debate o a réplica, al rehuir la búsqueda de sus motivaciones y sus causas en el ámbito de la razón. Las citas que, a modo de lemas, encabezan cada una de sus cuatro partes, son suficientemente taxativas. Por ejemplo, el paradójico verso de César Vallejo que abre el Epílogo (“!Cuídate, España, de tu propia España”) se puede interpretar como un guiño al lector: “lo que tienes en tu mano es poesía, no busques nada más”. Porque siempre se prestará más al lirismo hablar del ser de los españoles (“al español le gusta más tirar piedras al suelo que levantarlas” (241)) y de su inevitable destino cruel (“cada cual viene al mundo con su destino señalado, nadie puede escaparse de lo que está escrito” (237)) que una crítica al peligro de una perversa interpretación de determinadas ideologías.

“la estulticia de las fuerzas conservadoras sólo es comparable a la estulticia de las fuerzas revolucionarias, que también son fuerzas al servicio del retrogradismo aunque de signo contrario, las fuerzas revolucionarias no luchan contra las banderas los himnos y las condecoraciones sino en defensa de otras banderas otros himnos y otras condecoraciones, aquí es donde quiebra la teoría y se entumece la autenticidad del hombre..” (331)

Con esta novela dura en su contenido e innovadora en su formato, en la que se da rienda suelta de nuevo la sensibilidad y el absurdo con tanto éxito ensayadas en Pabellón de reposo (1943) y Mrs. Cadwell habla con su hijo (1953), CJC esquiva el enfrentamiento ideológico y opta por una solución de compromiso, que volveremos a encontrar en los años 80 en el bellísimo “Discurso de la quiebra”, puro oxímoron que juega con el recuerdo y el olvido como medicina curativa, que servirá de epílogo a la famosa historia de la guerra civil escrita por Hugh Thomas.


Este artículo se publicó en la revista "Frente de Madrid", número 22, noviembre de 2012.






martes, 14 de mayo de 2013

En busca de la portada perfecta


Ahora mismo no lo recuerdo muy bien, pero debió ser hacia 1987 o 1988 la primera de las dos veces que estuve en Taizé, donde se celebraban los encuentros ecuménicos organizados por el hermano Roger (Roger Schutz, 1915-2005). En aquel pueblecito de la Borgoña se reunían jóvenes de todas las iglesias cristianas (y, si no me equivoco, también de otras confesiones) para, unidos en una sola fe, orar al mismo Dios. Resultaba emocionante comprobar las adhesiones que despertaba frère Roger, tantas que el propio Juan Pablo II se dejaba caer por allí con frecuencia. A Taizé, situado a una decena de kilómetros de Cluny, acudían personas de todos los países, colores y credos, y se respiraba un ambiente festivo y distendido, nada encorsetado, muy alejado de la mojigatería y ñoñez que, en principio, las circunstancias pudieran dar a entender.


Iglesia de la Reconciliación (Taizé)


Por muchos años que pasen, nunca podré olvidar el estado muy cercano a la catarsis que se alcanzaba al escuchar a miles de voces entonar el kyrie Eleison o aquellos versos de Teresa de Jesús, “Nada te turbe, nada te espante…”, a modo de salmodia infinita, de mantra recitado con todos los acentos del mundo. Ni los árboles desnudos que amanecían el domingo de Resurrección engalanados con multicolores huevos de Pascua. También conservo memoria de la lluvia y humedad constantes, de los paseos por Cluny y su abadía, del TGV, el paradigmático tren de alta velocidad que cubría el trayecto París-Lyon y veíamos volar silencioso a lo lejos. Y de las gentes, de esos irlandeses como recién salidos de Las cenizas de Ángela que nos preguntaban muy interesados si a España había llegado la televisión, de los italianos camorreros, los polacos circunspectos, los americanos siempre admirados y curiosos, los graves alemanes… Y esas amistades por correspondencia que  se apagaban poco a poco al ritmo que se desvanecían nuestras ganas de escribir…

Por aquel entonces, yo debía estar enredado con la Confirmación y practicaba cierta vida de parroquia y catequesis. Pero anda todo tan revuelto en la espiral del recuerdo que, a la hora de llamarlo, se me presenta mezclado con fechas y personas que nada tienen que ver entre sí. Quizá en otro momento, revisando fotos, contrastando testimonios y releyendo cartas (si es que no me desprendí ya de ellas al volver alguna página de mi vida), pueda poner en pie mis dos estancias en Taizé y la de Londres, motivadas las tres por el movimiento ecuménico.


Pero hoy las prisas ganan a la reflexión y el acaloramiento e inmediatez a la mesura. Porque los sentimientos que me inspiran  los modos y maneras en que se va a verificar la confirmación de Itziar el próximo sábado 18 de mayo, en nada se parecen a lo que viví en Taizé o en la parroquia de mi barrio, y que se amontonaron el mi cabeza el domingo pasado mientras, sentado a los pies de un pilar de la nave central de la catedral de la Almudena, con Alejandro en mis rodillas acribillándome a preguntas, asistíamos los cinco al ensayo de esa especie de desagravio presentado como macro-Confirmación, verdadero espectáculo que, al igual que el Transiberiano o la muralla china, se podrá ver desde la Luna.
Interior de la iglesia de la Reconciliación


Porque contra todo pronóstico, pateando la tradición, al menos en la Archidiócesis de Madrid, las confirmaciones no las van a impartir los vicarios en las diferentes parroquias. Con la excusa del Año de la Fe (o algo así), será el Cardenal Rouco Varela, con todo su boato, y auxiliado por la friolera de más de una treintena de sacerdotes, quien administre el sacramento a unos 1200 chavales en la explanada de la Catedral. De manera que, si Dios no lo remedia (y parece que no va a ser así) entre confirmandos, padrinos, sacerdotes, catequistas y familiares de los protagonistas del acto nos concentraremos, en el sacro y regio aprisco improvisado en la Plaza de la Armería y la susodicha explanada, no menos de ocho mil personas.


Catedral de la Almudena
 

Querámoslo o no, sin consultar previamente a los interesados (en este caso: afectados), el sacramento que, con la extremaunción, debería ser el más íntimo y familiar que asumiera todo cristiano, se va a convertir en una fiesta de luz, color, calor y tenderete, en una demostración tiránica del poder de convocatoria del Papado madrileño. Lo vivido el domingo en ese pastiche que tenemos por catedral, completamente abarrotada de público, con los chicos exhibiendo el más monumental de los despistes, los padres disimulando a duras penas el cabreo, un sacerdote intentando ensayar unas canciones anodinas, el cardenal pronunciando palabras vacías y un maestro de ceremonias afanándose en que la performance quedara lucida y aconsejando, de paso, generosidad con los donativos…; toda esa escenografía que bien podría haber salido del caletre de un Berlanga o un Almodóvar, resultó algo inenarrable.


Fachada de la catedral, desde la Plaza de la Armería
 

El sentimiento religioso, como cualquier otro impulso, se evapora si no se cultiva, aunque siempre queda un rescoldo capaz de darle vida si se sabe estimular. Si bien es cierto que, por unas razones u otras, tal vez por pura pereza básicamente, hace años que me alejé un tanto de la Iglesia y su entorno, siempre he respetado a la Institución como tal y a sus miembros, y hemos procurado inculcar a nuestros hijos, además del mismo respeto, cierta afición. Personalmente, defiendo y defenderé a la Iglesia de cuantos ataques y críticas infundadas recibe tan a menudo, pues la considero depositaria de unos principios de mera conducta que todos nosotros, independientemente del ambiente en que hayamos crecido, hemos recibido en mayor o menor medida. Tampoco rehúyo sus ceremonias y liturgias, tan revestidas de espiritualidad. Y no obstante conocer (y padecer) a más de un “católico profesional”, con la palma de la mano encallecida de tanto golpearse el pecho; de esos a los que solo les falta exclamar: “¡Hay que joderse lo bueno que soy!” (luego te pago el copyright, Carmen); no obstante el gran número que suman todos aquellos que perpetran tremendas fechorías que nada tienen que ver con el mensaje que aseguran seguir y proclamar, no dejo de pensar que todos ellos no son más que una excepción, una triste anécdota que en nada enturbia una trayectoria, la de la Iglesia, cuyo balance general es positivo.
 
¿Cuántos efectivos de la policía se destinaran a este "servicio"?

Con todo y con eso, repitiéndomelo a diario desde que tuvimos constancia de lo que se avecinaba, no me abandona esa sensación de estar siendo manipulado, esa conciencia de estar regalando un tiempo y un esfuerzo que no me sobran al engrandecimiento de una causa que no es la mía. Porque una cosa es evidente: sólo se puede sacrificar el carácter íntimo y familiar del sacramento de la confirmación cuando el beneficio obtenido es superior al valor al cual se renuncia. Y ahora mismo, cuando Madrid se ha convertido en un “concentracionódromo”, todos quieren echar su cuarto a espadas y demostrar que son capaces de reunir al mayor número de personas. Esfuerzo inútil y ridículo donde lo haya pues nuestra ciudad, con cuatro millones de habitantes, es capaz de dar cabida a varias decenas de miles de personas que respondan a la llamada más insospechada y disparatada. En definitiva, poco importa el motivo que aúne, cuando lo que se persigue en realidad es una favorable reacción de los medios (una buena fotografía, un minuto en un informativo…). Que conste que yo no critico el hecho en sí. Cada cual es muy libre de aportar su granito de arena a la causa que considere más justa. Insisto en el matiz de la libertad. A nosotros nos han obligado a formar en unas filas determinadas para que el domingo 19 de mayo ABC publique una portada en la que se vea a una muchedumbre apiñada de mala manera entre el Palacio Real y la Almudena, bajo este previsible titular: “Madrid se vuelca en la Confirmación de sus jóvenes”

Yo solo pido que respeten mi derecho al pataleo.