viernes, 6 de septiembre de 2013

El tiempo no se detiene. Agosto 2013


Una parada en el camino, a la sombra de la Torre de Belém

Decía Unamuno que se viaja no en busca de un destino, sino para huir de donde se parte. En opinión de su contemporáneo Pessoa, alto poeta, los viajes son los viajeros, o sea: lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos. Yo estoy con Unamuno y con Pessoa, y comparto las palabras del gran Disraeli, que también pudo haber pronunciado Pero Grullo: yo he visto más cosas que las que recuerdo y recuerdo más cosas que las que he visto.

Típica calle de la Alfama. Por ahí nunca pasan los años...

¿Y alguien puede dudar, como afirmaba Montaigne, que los libros sean el mejor viático para este “humano viaje”? La polifacética y galardonada Colette, siguiendo la estela de su paisano y, un poco antes, Emily Dickinson, aseguraban que los viajes solo eran necesarios para las imaginaciones cortas y que la mejor nave para viajar era un libro.

Batalha. En los libros de arte parece más grande
Cuando Stevenson, culo inquieto donde lo haya, viajaba por el hecho de viajar, (la cuestión es moverse), Alphonse Karr ya se quejaba de que no se viajara por viajar, sino por haber viajado, signo de estos tiempos que nos ha tocado vivir. Y algo de esa triste modernidad debía barruntar Carlo Goldoni, en la Italia ilustrada, cuando afirmaba que un viajero sabio nunca debe despreciar su país, o el fabulista La Fontaine, un siglo antes, al advertir que quien mucho ha visto, poco puede retener. El belga Maeterlinck apuntará muchos años después, como quien no quiere la cosa, que lo mejor del viaje es lo de antes y lo de después…

Playa de la Aldea do Meco
Recorriendo la playa entre Matalascañas y Sanlúcar.
Parque Nacional de Doñana



Sara busca algo durante una parada en las dunas (Doñana)
Lo cierto es que, al final, como diría Pavese, no se recuerdan los días, solo se conserva el regusto del los momentos. Y aunque las instantáneas ayuden a fijar tales circunstancias, mostrándonos cada vez que a ellas nos asomamos unos rostros un poco más viejos, un poco más cansados, nunca brindarán la satisfacción completa de recuperar las sensaciones que rodearon el posado. Ahí muerde en hueso el historiador o el simple cronista, y tiene que dejar paso al poeta. Con este blog que ya casi nadie lee, aunque guardo la esperanza de que algún día lo hagan suyo nuestros hijos, en el que me empeño en encuadrar o servir de marco a las fotos que Carmen e Itziar disparan cuando estamos todos juntos, me gustaría trascender (en este caso) la mera enumeración de los días, el relato cronológico de lo acontecido: la crónica de nuestras vacaciones. Porque todo ello, forzando un poco la memoria, se puede reconstruir. Pero no prometo nada. Con un calendario en la mano, anotamos que el jueves, 8 de agosto, nos fuimos al Pantano, que entre el viernes 16 y el martes 20 estuvimos en Lisboa, o que la semana que va del sábado 24 al 31 de agosto  la pasamos en Matalascañas.

Junto a las Portas do Sol nos hicimos amigos de un senegalés
que hablaba maravillas de sus años de trabajo en Almería

Sin embargo, de ese calor que te aplasta contra el suelo y te altera hasta perder las formas, afortunadamente, no hay constancia en las fotos, y de nada vale lamentar su ausencia.


Palacio Nacional de Ajuda

Como de anécdota, bastante desagradable, eso sí, podemos calificar el tropiezo que tuvimos con unos trabajadores de las Auto-Estradas do Atlántico el sábado 17 de agosto. Debían ser las diez de la noche, plena madrugada lusitana cuando, saliendo de Nazaré camino de Lisboa, nos encontramos levantadas las barreras de la auto-estrada. Los coches cruzaban el peaje sin reducir un ápice la velocidad y por lo tanto creímos que, al igual que en las radiales que rodean Madrid, a partir de cierta hora y determinados días, con el objeto de ahorrarse unos euros en el salario de los empleados, se podía circular gratis.


Doñana. Junto al Palacio de las Marismillas

Cuando llegamos al passagem de acceso a la capital por el Norte y nos topamos con las barreras bajadas, explicamos a la señorita de la cabina lo sucedido a la salida de Nazaré, razón por la cual no teníamos títolo que validar. Ésta, ni corta ni perezosa, pretendió hacernos pagar lo mismo que si hubiéramos tomado la autovía en Oporto, esto es, ochenta y tantos euros. Evidentemente, nos negamos en redondo a ser objeto de semejante atraco. La mujer, Goldie Hawn un tanto descuidada y con unos años de más, cierto es que te repetía la normativa de aplicación sin convicción alguna. Bajamos del coche y, en un aparte, me dijo que teníamos tres alternativas: podíamos pasar a la oficina, poner una reclamación y pagar, o pagar y reclamar acto seguido, o, en voz queda, pasar de todo y continuar el camino sin abonar nada. A todo esto, ni siquiera había bajado la barrera para impedir nuestra huída. Cuando nos disponíamos a obedecer a Goldie, los coches que esperaban su turno comenzaron a impacientarse y descendió de no sé donde un empleado con toda la pinta de jefecillo a punto de perder los papeles. La rubia se encerró en la cabina y el buen señor nos dijo, en un tono muy poco habitual en nuestros vecinos, que la autopista no era nuestra y que esto no era España. Obedecimos humildemente, nos subimos al coche, y enfilamos la carretera sin mirar atrás.


Fregenal de la Sierra (Badajoz)

Bajando a la playa. Cuesta Maneli. Doñana
Por lo que nos dio a entender el trabajador de la auto-estrada, debe ser una costumbre muy extendida entre los españoles lo de saltarse a la torera los peajes pasando a toda velocidad por la barrera, siempre levantada, de adherentes. Pero no era nuestro caso, pues en todas las ocasiones en que hemos hecho uso de la autovía, excepto en ese momento, abonamos religiosamente lo establecido. Además, creemos haberlo pagado con creces aguantando durante varios días los reproches de Alejandro, temeroso de convertirse en víctima de esos guardiñas cuya presencia invocaba Carmen mientras discutíamos con la Señora (o Señorita) Hawn. Hasta la fecha, no hemos recibido ninguna notificación de la GNR (Guarda Nacional Republicana), ni siquiera de la Interpol, dándonos por prófugos.


Interiror de la abadía de Alcobaça. Panteón real
El precio de los peajes, así como el de acceso a los museos, es algo que se deberían replantear las autoridades competentes pues, unido al del combustible, siempre en aumento, se puede convertir fácilmente en el capítulo más importante dentro del presupuesto de cualquier españolito medio que se plantee pasar a Portugal.

Patio sin terminar del igualmente inacabado palacio de Ajuda
Ese mismo sábado nuestra intención primera era pasarlo en Nazaré, del que guardaba Carmen buenos recuerdos infantiles, pero decidimos pararnos en Óbidos, donde echamos toda la mañana paseando por sus calles y el adarve de la muralla, sin una triste barandilla a modo de quitamiedos.


Óbidos

Este detalle de los quitamiedos, barandillas, pasarelas, barandas o como queramos llamarle, es decir: su ausencia casi total en  lugares bastante transitados por el turista, que revisten cierto peligro e inspiran gran desconfianza en aquellos que padecen vértigo, es bastante común en Portugal. Además de en Óbidos, también se puede apreciar en la fachada del monasterio de San Vicente da Fora, donde uno se puede precipitar al vacío desde una altura de más de dos metros a poco que se empeñe.


Nazaré. Visita emplazada

De este pueblecito medieval muy bien conservado, del que, aparte de unas fiestas donde se recrean esos siglos oscuros, y que se habían celebrado unos días antes, con sus casitas de corcho y contrachapado, como de cuento de hadas, y unos rincones bien cargados de pintoresquismo, cabe destacar, entre otras muchas cosas, una librería muy bien surtida habilitada en la nave de una iglesia, próxima a la Pousada.



Atardecer en Cuesta Maneli. Doñana


Doñana. Pino de curioso crecimiento

Paisaje dunar
 Una vez comidos, nos dirigimos a Alcobaça, cuna del gótico portugués con su impresionante abadía cisterciense que hace las veces de panteón real donde descansan los restos mortales de los primeros reyes lusos, así como de Pedro I y la noble gallega Inés de Castro, mandada asesinar por su futuro suegro. La verdad, hay parentescos bastante jodidos. De allí saltamos a Batalha con tan mala pata que la imponente iglesia ya estaba cerrada y no pudimos disfrutar del espectáculo de sus vidrieras atravesadas por los rayos de un sol que, paulatinamente, se iba ocultando tras las nubes. Poco tardaron estas en cubrir el cielo, de manera que, al llegar a Nazaré, ya de noche, comenzaron a descargar una lluvia fina. Aparcamos arriba, junto al acantilado y la piedra donde la Virgen salvó a Dom Fúas Roupinho de una muerte segura cuando este, en una noche de niebla, perseguía a un ciervo. Como dice Antonio, había que rendir homenaje al caballero que le dio nombre a la calle donde se encuentra la casa de Marisa de la que tanto hemos disfrutado estos dos últimos años.

Praia da Figueirinha
No sé si sería el tiempo o el cansancio, pero Nazaré, al menos la parte del pueblo sobre el acantilado, me decepcionó un poco. Salvo la iglesia y el edificio anejo, con su preciosa logia, no aprecié en él el encanto de los pueblos portugueses, y ese espacio de la plaza, ocupado en uno de sus lados por el templo, mostraba un estilo arquitectónico bastante anodino, sin contar con el hecho curioso de las mujeres haciendo publicidad en plena calle de habitaciones de alquiler, o el exceso de puestos de venta de cachivaches turísticos, rápidamente recogidos bajo la llovizna…

En el castillo de Niebla (Huelva)
Del pueblo nuevo, el de la playa, el que se levantó tras el terremoto de 1755, nada puedo decir porque solo lo vimos desde la altura. Allá abajo, a más de cien metros, se apreciaba un grupo de surfistas recogiendo sus tablas. Como sucediera con Belém el año pasado, queda emplazado para el próximo una visita de jornada completa a Nazaré. El paseo que no pudimos dar por Belém en 2012 a causa de la lluvia, y de la andana previa, lo dimos el viernes 16, nada más llegar al piso de la Rúa Dom Fúas Roupinho, deshacer las maletas y comer. Se lo debía a Carmen y lo prometido es deuda. Nos perdimos por el barrio donde se levantan numerosos palacetes que albergan legaciones extranjeras, nos asomamos al jardín botánico e intentamos acercarnos al Palacio de Ajuda, pero nadie supo indicarnos correctamente dónde estaba. Entramos en los Jerónimos y compramos, por fin, los pastelitos típicos de Belém.

En el claustro de San Vicente da Fora
 
La mañana del domingo la dedicamos a pasear por Lisboa, que siempre proporciona rincones desconocidos por muchas veces que se pateen sus calles. Entramos en el gigantesco Panteón que ocupa la iglesia de Santa Engracia, y que fue rematado en tiempos de Salazar después de trescientos años, varias veces interrumpidos, claro está, que duró su edificación. Curiosamente, quien dio por terminadas las obras no está enterrado ni recordado allí; eso sí, los que a él se opusieron ocupan en él una sala. Subimos hasta la cúpula y la terraza que corona el edificio, después de asomarnos a la tumba de Amalia Rodrigues, siempre adornada con flores frescas. De allí, nos acercamos a los miradores de la Porta do Sol, donde tomamos algo en su terraza tan chill out (creo que esto ya lo he dicho en otro lugar), y de Santa Luzia, parada siempre inexcusable.

Palacio Nacional de Queluz

En este último mirador me hizo Carmen una foto con Itziar siendo esta un bebé de meses. Durante un par de años o tres, solíamos pasar una semana en julio en Caparica. Por la tarde, cogíamos el ferry en Cacilhas, Porto Brandao Almada y desembarcábamos en la Praca do Comércio… Pero eso es otra historia.

Alcobaça

También pudimos acceder, por fin, al interior de la que, por incompatibilidades horarias, nunca antes habíamos visitado. Regresamos a Fúas Roupinho callejeando por la Alfama, siempre deudora de una imagen que hay que conservar pase lo que pase. Por la tarde, un poco descolocados tras la siesta, decidimos coger un autobús que nos llevara al Parque das Naçoes, donde se levantaron las instalaciones de la Exposición Universal celebrada en Lisboa en 1998, y que ya conocíamos de una escapada que hicimos con Itziar en Semana Santa, cuando todavía no había nacido Alejandro, ocho o nueve años atrás.

Torre la Higuera. Matalascañas

El metro y el autobús, aparte de trasladarte de un lugar a otro, también sirven, si no para conocer, sí al menos para tener una idea aproximada de sus usuarios. La distancia entre el piso de Marisa y la Estaçao Oriente, si bien es corta cubriéndola en coche, por tu cuenta, (tomando Alfonso III hasta Infante Don Henrique y sin abandonar esta interminable avenida, se llega enseguida), se alarga perezosamente en autobús público, con numerosas paradas en los barrios de Xábregas, Madre de Deus, Marvila, Chelas…, subiendo y bajando empinadas cuestas, acercándote y alejándote del Tajo una y otra vez, deteniéndote tanto en barrios de reciente construcción, con sus flamantes edificios de viviendas de más de diez alturas, como en zonas “desmilitarizadas”, un poco arrasadas, digamos, pintorescas  Atravesamos la tan alabada Estaçao Oriente, en pleno Parque das Naçoes, cruzamos el modernísimo y animado Vasco de Gama Shoping Center, paseamos por toda aquella zona no hace mucho recuperada, bajo las ya detenidas cabinas del teleférico, con el kilométrico Ponte Vasco de Gama a nuestras espaldas y el sol apagándose en la línea del horizonte. Hay que alabar el esfuerzo invertido por los lisboetas a la hora de ganar para el caminante las orillas del Tejo. Cuando terminen las obras en la ribera del río a pocos metros de la Praça do Comércio, casi, casi se podrá recorrer en bicicleta o corriendo (el portugués es bastante presumido y le gusta cuidar su cuerpo) la distancia que separa Belém del Ponte Vasco de Gama... 

En el mirador de Santa Luzía, observando el cofrecillo adquirido en Nazaré
Si a Carmen le habíamos prometido una tarde en Belém, los niños también tenían reservada su jornada playera, aunque poco después nos fuéramos a tirar una semana en Huelva. Y ese fue el lunes. Tomamos el Ponte 25 de abril, repasamos el peaje, con las inevitables e insistentes preguntas de Alejandro sobre las consecuencias de nuestro falso delito del sábado, atravesamos Setúbal hasta adentrarnos en el parque natural de Arrábida y aparcar como buenamente pudimos en la Praia da Figueirinha, batida por las olas y la corriente, lo que limitaba el baño a una veintena de metros mar adentro. El agua, limpia y helada; la playa, hasta los topes.

Nazaré. Junto a la roca famosa

Comimos unos bocatas y con el depósito del coche en la reserva, continuamos al borde de los acongojantes acantilados del parque natural hasta alcanzar una gasolinera donde repostar. De allí, nos llegamos al Cabo Espichel con su iglesia descuidada, pelín arruinada, y las dependencias para peregrinos que escoltan el templo. Punto de peregrinación sacra y profana, fue elegido por la disparatada familia real portuguesa como lugar de descanso y entretenimiento, donde se celebraban grandiosas fiestas con música y teatro barroco.

Queluz. Por este seco canal se navegaba contemplando los azulejos

Óbidos

Un auténtico espectáculo del que solo se conservan restos abandonados, por la desidia y la incuria, de las dependencias donde se alojaban los artistas. Parecía un escenario de película del oeste americano, como de Nuevo Méjico, con su suelo de albero y un par de tenderetes destartalados que exhibían souvenir y agua fría, collares de conchas, vieiras decoradas, churros y almendras garrapiñadas. Dejamos atrás el cabo Espichel y su faro impecable, los abismos a los que no te podías asomar porque, una vez más, se les olvidó poner una barandilla y, por otra parte, existía el riesgo, este sí convenientemente advertido, de desprendimiento. A pocos kilómetros, a mano izquierda, tomamos una pequeña carretera que desembocaba en la Aldea de Meco, a cuya Praia, casi virgen, se accede bajando una pasarela de tropecientos escalones. Allí el agua no estaba tan fría como en Figueirinha, y las olas eran más espectaculares, casi tanto como la puesta de sol.

Preparándose para un chapuzón en la playa de Cuesta Maneli (Doñana)
El martes dimos por finalizada nuestra estancia en Lisboa. Recogimos la casa, cargamos el coche y aprovechamos la tarde para acercarnos a Ajuda y a Queluz, antes de volver al Zújar. Las colas enormes para entrar en el palacio de Ajuda nos hicieron desistir del intento, conformándonos con ver desde fuera su estructura inacabada pero enorme, diríase desproporcionada.

Subiendo a la cúpula del Panteón


Queluz
Esta falta de proporción, esta discrepancia entre los cánones arquitectónicos portugueses y aquellos a los que estamos acostumbrados por aquí, hemos tenido ocasión de comprobarla varias veces: en las enormes esculturas salidas de los talleres de Joaquim Machado de Castro, en el monumental Arco Triunfal diseñado por Santos de Carvalho a través del cual se accede a la Rua Augusta desde la Praça do Comércio, en el Panteón, en la estatua ecuestre del condestable, en un costado de la iglesia de Batalha, en las esculturas de la fachada principal del monasterio de Alcobaça o en la iglesia-monasterio-palacio de Mafra, cuya construcción y sus avatares sirvieron de pretexto para la novela homónima de  José Saramago. Y en Queluz. Confieso que esperaba toparme con algo parecido a La Granja, El Pardo o Aranjuez, por lo que nos sorprendió encontrarnos con un palacete “modular”, de muy pequeñas dimensiones, donde convive el estilo rocaille con el neoclásico y el rococó. Por 14 euros entramos en los jardines (creo que ya me he referido al insensato precio de los museos), no muy bien conservados, desde luego, con la mitad de sus fuentes secas, parterres sin labrar, las fachadas y carpinterías exteriores pidiendo a gritos una manita de pintura. Eso sí: los grupos escultóricos son realmente curiosos, pues aparte de a las típicas escenas mitológicas, abundan las referencias al arte teatral. Sin llegar a los extremos de abandono de la iglesia de Espichel, va por el mismo camino si no se le pone remedio. Y de nada vale el manido recurso a la crisis.


Dos jabalís al borde de las marismas de Doñana
Como viene ocurriendo los últimos años, el mes de agosto en el Zújar se convierte en un intermedio o en un preludio, en un tiempo de espera, en la línea de salida hacia las auténticas vacaciones. Los días pasan con cierta monotonía, combinando los baños en la Isla, en las varias veces consecutivas abanderada de azul playa de Orellana, algún paseo si el tiempo lo permite, o una cita o encuentro inesperados, como la oportunidad que tuvimos de conocer, por fin, a Marisa y Enrique (un auténtico y grato descubrimiento). O las dos ocasiones en que quedamos con Merche y Pedro. La primera de ellas, el sábado 10 de agosto, feliz, pues fuimos a casa de los padres de Merche, a Malpartida de la Serena, donde, a punto de terminar nuestra guerra, Cela bailaba con las mozas “al son de la dulzaina y el tamboril”, según cuenta en Memorias, entendimientos y voluntades. Nos acercamos a tomar algo en la charca de Zalamea, y cenamos (muy bien, por cierto) en la terraza del Hotel Trajano, en la carretera que va de Zalamea a Quintana, a base de pizzas, bacalhau dourado y albariño. La segunda, triste, muy triste, el viernes 23, cuando cerca de la medianoche les acompañamos un rato en un tanatorio de Miajadas, donde velaban al padre de Pedro, fallecido repentinamente aquella misma madrugada, para darles un abrazo y poco más, pues apenas se puede hacer nada en momentos como ese, tan solo demostrar al amigo el cariño y afecto que por él se tiene. También estuvieron allí, desde el mediodía, Marie y Rafa, pero no pudimos coincidir con ellos ya que cuando llegamos nosotros ya se habían retirado a Trujillo. Le enterraban a la mañana siguiente en Villamesías, pero para entonces nos encaminábamos a Huelva.

Acceso al Vasco de Gama Shoping Center. Parque das Naçoes (Lisboa)


Queluz
 El sábado 24, al mediodía, ya estábamos comiendo en Matalascañas. Con cuatro kilómetros de longitud y uno y medio de ancho, el espacio que ocupa Matalascañas (oficialmente, Concejalía de Matalascañas y Caño Guerrero) fue desgajado a mediados de los sesenta de Doñana y depende administrativamente de Almonte. A finales de esa década comenzaron a construirse los primeros chaléts y viviendas hasta formar lo que hoy es una urbanización con media docena de hoteles (dos de ellos cerrados en la actualidad y otro convertido en apartamentos), con un carácter marcadamente familiar y muy bien provista de todo tipo de servicios. Nos alojamos en Dunas de Doñana Golf Resort, a un precio más que razonable, en un apartamento espacioso y cómodo con una terraza-jardín, gracias a una oferta que encontró Carmen a comienzos de año. La playa, enorme y limpia, se encontraba a cien metros del hotel, y se accedía a la misma por una escalera a un costado de la urbanización Kabila I, con sus preciosas casitas al estilo de los Picapiedra. Al igual que Matalascañas, el ambiente playero era familiar, sin chiringuitos ni horteras ruidosos.

Cabo Espichel
Este año, la verdad, no nos movimos mucho. No sé si a causa de la proximidad del nivel del mar o de la comida del hotel, el caso es que nos encontrábamos más bien aplatanados, pero a gusto. El lunes a primera hora nos acercamos a Huelva (a unos 40 kilómetros, vía Mazagón) a cambiar la luna delantera del coche, que se había rajado. Y por la tarde fuimos a bañarnos a una playa dentro del Parque Natural de Doñana, a Cuesta Maneli, en cuyo aparcamiento destrocé el portón trasero del coche. Después de atravesar un inmenso pinar durante casi dos kilómetros por una pasarela de tablas llegamos a la playa. En su día, por la dificultad de acceso, se practicaba allí el nudismo pero ahora tan solo cuatro o cinco valientes "desnudan sus cuerpos al sol" en un extremo de la playa. Al ser una playa casi, casi virgen, zona de especial protección y no estar permitida la entrada de coches, abundan los plásticos y basuras de todo tipo. Curioso

Interior de la iglesia habilitada como librería. Óbidos
Y el martes hicimos una excursión por Doñana que había reservado Carmen desde Madrid. A las cuatro y media de la tarde estábamos en el centro de visitantes El Acebuche, a siete kilómetros de Matalascañas. Allí nos esperaba un vehículo como de ciencia ficción: un Mercedes con capacidad para veinte pasajeros, con unas ruedas enormes y altas, muy anchas, especialmente preparado para circular por el desierto. Salimos por la carretera, dirección Matalascañas.


En Nazaré

Antonio, el guía-conductor, que no sabía disimular su pasión por el asunto, iba explicando todo, respondiendo a las preguntas y animándonos a plantearle cualquier duda. Por él supimos que los costosísimos puentes que cruzan la carretera que separa el Parque Natural de Doñana, donde se encuentra El Acebuche, del Parque Nacional de Doñana, se construyeron para que los animales pasaran sin peligro de uno a otro parque. Pero los ciervos, gamos, jabalíes, zorros, linces y demás pobladores del Parque, indiferentes a la enorme inversión que supuso lanzarlos, prefieren cruzar la carretera a la buena de Dios, por lo que dichas millonarias pasarelas están prácticamente sin estrenar. Entramos en el Parque Nacional por el lateral del Hotel El Coto, la última construcción de Matalascañas.

Búnker a orillas del Guadalquivir, frente a Sanlúcar
Desde allí hasta Sanlúcar de Barrameda, todo es parque. Fuimos por la playa, levantando (con mucho respeto, eso sí, que para algo somos ecologistas) bandadas de gaviotas y otras aves marinas. A nuestra derecha vimos cómo se acumulaba la basura que arrojaban los barcos al mar y que no se podía retirar porque, al tratarse de una zona de especial protección, no podían acceder a ella vehículos a motor [sic]. También pasamos por delante de la Torre de los Carboneros, torre defensiva que vigilaba la llegada de piratas, y por varias viviendas de pescadores. Llegando a Sanlúcar y mirando hacia Chipiona se apreciaba en el horizonte la silueta partida en dos del Weishorn, barco de bandera chipriota "demediado" en 2004 con un cargamento de seismil toneladas de arroz y, a orillas del Guadalquivir, mientras abandonábamos la playa, dos bunkers perfectamente conservados. Nos adentramos en el Parque y llegamos al Palacio de las Marismillas, construido a principios de siglo, hoy residencia de verano de los presidentes de gobierno, desde Felipe González. En pocos minutos entramos en las marismas, ahora completamente secas, paisaje blanco y lunar a cuyos bordes, que conservan vegetación y humedad, acuden a pastar todo tipo de animales que, a esas horas de la tarde ya avanzada, pudimos contemplar sin dificultas. De allí, a las dunas, con su arena limpia y tibia, de vuelta a la playa y a El Acebuche. En total, 70 kilómetros y casi cuatro horas de camino.

Comiendo en Óbidos
El miércoles por la tarde, Carmen e Itziar alquilaron en el taller de Felipe, junto al Hotel El Coto, dos bicicletas y rodaron por dentro y por fuera de la urbanización durante más de tres horas. Sara, Alejandro y yo cogimos el típico trenecito, como el de Mazagón, que te enseñaba lo mismo que vieron ellas, pero bien sentados. Dato curioso: en Matalascañas abundan las glorietas (como decía de guasa Antonio, el guía-conductor de Doñana: “Al Alcalde de Almonte le dijeron un buen día: si compras dos rotondas, te regalamos diez”) y los monumentos. Los hay dedicados al atardecer, al pescador de coquinas, a los delfines, a los pescadores, a Santiago, el pescador de “El viejo y el mar”, la novela de Hemingway… Y como nuestros amigos portugueses, tienen, en mucha menor medida, eso sí, su propia víctima del terremoto de Lisboa de 1755: la Torre la Higuera (o Torre de la Higuera o Torre Almenara o La Piedra) edificación con funciones militares que, literalmente (como no se cansa de decir últimamente Alejandro) se dio la vuelta con el seísmo y hoy está cabeza abajo, a unos cincuenta metros de la playa, mar adentro…

Nazaré
El terremoto de Lisboa, al igual que la Revolución Francesa o nuestra Guerra Civil, es la causa primera que se aduce para justificar la incuria y la dejadez en lo referente a la falta de voluntad en el cuidado y conservación del patrimonio, tanto artístico como documental. La existencia de lagunas en las colecciones archivísticas o el mantenimiento de edificios civiles y religiosos que muestran en la actualidad signos de destrucción hasta su aniquilación total, se comprenden y perdonan perfecta, cómodamente con el recurso a dichas catástrofes políticas y naturales.



Para el jueves daban mal tiempo, así que nos fuimos a Niebla. Pero fallaron las predicciones. Aunque por la tarde se levantó una tormenta que quedó en trompetería, no más de cuatro gotas y miles de mosquitos cabreados, la mañana de Niebla fue calurosa. Vimos todo el castillo, menos dos salas que no se podían visitar. Las dedicadas a los instrumentos de tortura podían dar en el gusto a las mentes más sádicas. Las dos iglesias que pudimos ver por fuera (San Martín y Nuestra Señora de la Granada) eran una impresionante acumulación de estilos y formas, y el centro de interpretación del Condado de Huelva, muy bien montado y documentado con gusto y amenidad.
El sábado 31 volvimos al Zújar, por la Vía de la Plata, haciendo una parada en Fregenal de la Sierra, ya en Badajoz.


Óbidos
Retomando a Fernando Pessoa, que en gran medida ha dado pie a estas palabras que ya se extienden demasiado, lo que vemos es lo que somos. Y muy triste sería viajar para huir de nuestras raíces, como lamenta Unamuno. Quizá por eso, confesando cierto narcisismo, repitamos una y otra vez los mismos viajes, visitemos los mismos lugares hasta hacerlos nuestros, asumiendo como propios los pequeños cambios que experimenta el espacio, comprobando, en definitiva, que el tiempo, practicando su propia labor de zapa, no se detiene nunca, que el paisaje se asocia íntimamente al estado de ánimo. Para Torrente Ballester, el tiempo lo mide nuestro corazón, emanando incluso de él. Al final, aseguran Pooper y Toynbee, ciencia y civilización comparten esa definición del viaje como búsqueda y movimiento constantes, tan ajena al concepto de acabamiento, de llegada, de pasar página: de final.

Paseo marítimo en el Parque das Naçoes.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Un mes de julio sin fin


Monsagro (Cantabria)
El canto de las cigarras, su cháchara frenética que obedece a una ley desconocida, siempre mensajera del calor y de los presagios más oscuros, me acompaña las primeras horas de la tarde. En vano intento dormitar mientras el volumen de su metálico cri-cri asciende a rachas, como olas que se rompen hasta desaparecer durante unos minutos. Creo que solo callan para reponer fuerzas, pues enseguida regresa, corregida y aumentada, su loca sinfonía. Como ejércitos al acecho, se esconden entre las ramas de las moreras y los plataneros que dan sombra a la calle, y solo parece silenciar su orden de ataque el cansino jadeo del autobús. 


Itziar y Alejandro en el nacimiento del Ebro (Fontibre)

Me tumbo sobre el lado izquierdo, el del corazón, el que convoca a las pesadillas, dando la espalda a la ventana y a sus amenazas, y juego a componer un texto a base de retazos, de materiales de derribo, como si se tratara de una labor de patchwork. Porque estos dos últimos meses he sido incapaz de coger el cuaderno y disfrutar con el mero hecho de escribir. Lo llevo a todas partes y guardo entre sus hojas cuadriculadas recibos del banco, avisos de convocatorias del colegio, fotocopias… Y cuando lo abro para descargar el peso del macuto, encuentro las últimas y desordenadas anotaciones del mes de mayo sobre los cuervos y su graznido. Después, el vacío blanco y delator…

Picos de Europa (Fuente Dé)


El calor y las cigarras invocan imágenes y sensaciones que solo recuerdo estos días de verano. Me acuerdo de la terraza de Caramuel con los toldos bajados y meciéndose con el aire caliente, mi madre haciendo punto en la terraza con las piernas estiradas, cruzadas a la altura de los tobillos. Llega hasta nosotros un olor como de trapos quemándose y al final de la calle, sobre los tejados abigarrados de las chabolas, asciende una columna de humo negro.. Y los documentales de la guerra, con dos o tres cadáveres debajo de un pino, en blanco y negro, con las cigarras como agobiante banda sonora… 

Al concierto desacompasado de las cigarras se suman hoy los lamentos terribles de la vecina. Al principio era como el zureo desgarrado de una enorme paloma, hasta que Itziar me aclaró que aquellos gritos no procedían de ningún animal herido, sino de la garganta aterrorizada de una mujer que vive en el portal de al lado, que se pasea por la terraza cono un lobo enjaulado vistiendo una especie de camisón, mientras estruja entre sus manos una tela y se mesa los cabellos. El calor parece agudizar sus temores, es como si le persiguieran recuerdos o visiones del horror, como si viviera inmersa en un mundo de pesadilla. 


Fontibre

En este tiempo de la siesta, los minutos se convierten en horas y el reloj se detiene. Cierro los ojos con la vana esperanza de descabezar un sueño y así esquivar las reclamaciones de Sara y Alejando, a los que la temperatura no parece afectar. Oigo sus carreras por el pasillo, cómo cuchichean algo incomprensible cuando se aproximan a la puerta de nuestra habitación, y al igual que los indios ante una víctima propiciatoria, me lanzan sus flechas cargadas de exigencias.

-. ¿Por qué no vamos a la piscina? Podemos coger las bicis, el patín, el cubopala (esta es Sara). ¡Lo prometiste!

Me libero de ellos con un rabotazo más o menos destemplado, sabiendo que sólo detendré su ataque momentáneamente, que sus reclamaciones y exigencias seguirán allí, tan acusadoras como la inactividad y pereza que me atenazan, y que Carmen no deja de reprocharme. 


Mirador de Piedras Luengas (Montaña Palentina)

Pero me empecino en ensamblar escenas y sensaciones dispares, en rechazar un discurso lógico, coherente.

Desde el mes de mayo, el cuerpo me pedía recordar de alguna manera el cierre de la bolsa de La Serena, aprovechando que en julio se cumplía su 75 aniversario. En ese sentido, orienté mis lecturas de entonces, aderezadas con las sugerencias tomadas de los correos que me enviaba mi amigo Juan Casco Solís que, conociendo mi estado de letargo, tan pronto me hablaba de Arthur Machen, los ejércitos celestiales y el peso del “Diccionario infernal”, de Collin de Plancy, en la redacción de “Oficio de tinieblas 5”, como de las memorias de Cela, donde narra sus aventuras por los alrededores de La Serena, en las últimas y demenciales semanas de la guerra civil. 


Potes

Ante el desbarajuste emocional que supuso la desaforada confirmación de Itziar y los sucesos que se desencadenaron a continuación, me impuse, no sé muy bien porqué, la obligación de releer “Oficio de tinieblas”, que pude recuperar cuando estuvimos en el Pantano el primer fin de semana de julio. La tarde de ese sábado, fuimos a bañarnos a la Isla del Zújar. Sentado en la orilla, frente a la vía cortada y con la silueta de los eucaliptos al fondo que, difuminada por la calima, se asemeja a un perro gigantesco con las fauces abiertas, comencé a verlo claro. En el corazón de la península de los Caserones, el mismo escenario donde se desarrollaron los acontecimientos de los que estos días se cumplen los 75 años, enfrentamiento tan sangriento como inútil y, lo que es incluso peor, tan olvidado por unos y por otros, convertido hoy en una zona de recreo y esparcimiento, comprendí el absurdo de mi insistencia en el asunto. Y la inmersión en el universo tan demencial como humano de la novela de Cela no me hizo sentir mucho mejor. 


Vistas desde los apartamentos Fargo

Julio transcurría despacio y plomizo, con sus tardes eternas y vacías, con menos calor que el habitual, pero con mucho más que el vaticinado por algunos. Nos acostumbramos a combinar el logopeda de Sara y la piscina del polideportivo de Aluche, transformada por las circunstancias en una festiva reunión de la organización de estados americanos. De vez en cuando, a última hora, nos dejábamos caer con las bicis por el parque de las Cruces, o nos pegábamos una andana de campeonato hasta Madrid Río, una auténtica maravilla por la noche, con sus terrazas junto a la Estación del Norte. Si el trabajo se lo permitía, Carmen le daba un empujón a la tarea de recopilar material para uno de los dos capítulos del libro que le encargaron. Pasaron los días, fuimos a Acebedo a ver a Alejandro, entreteníamos las horas de ocio como buenamente podíamos, llegaron los mayores del campamento y preparamos el viaje a Proaño.

Torre de Proaño

Una noche lluviosa y desapacible de esta Semana Santa en el Pantano, mientras tomábamos algo alrededor de la mesa camilla con la prima Mari Cruz, Pepe, Antonio y Rosa, salió a relucir Proaño y un viaje que hizo Mari Cruz con unos amigos hace más de 20 años por el norte. Proaño es una aldea de Cantabria, muy cerca de la estación invernal del Alto Campóo, donde se levanta una torre señorial del siglo XIII, que ha pertenecido desde entonces a la familia de los Ríos, a su rama santanderina. El abuelo de Carmen y su tío José Luis (padre de Mari Cruz) dedicaron muchos años de sus vidas a investigar en archivos y bibliotecas el origen y las vicisitudes del apellido de los Ríos, y el fruto de tanto esfuerzo es un manuscrito de más de 200 páginas donde se recogen los avatares de la familia y de sus diferentes ramas. El tío José Luis le dio una copia del mismo a Carmen que, con 14 o 15 años, tuvo la ocurrencia de elaborar un gigantesco árbol genealógico con los datos tomados del texto. Como por estas fechas Itziar suele pasar unos días en Villorquite, que está relativamente cerca de Proaño programamos una visita a la torre, que pudimos hacer por fin el fin de semana del 3 y 4 de agosto, y tributar así un recuerdo a José Luis, a quien tan unida estaba Carmen. 

Sara y Alejandro. Al fondo, los Picos de Europa

Como es natural, Carmen estaba entusiasmada con la idea, así que se puso en contacto con Jesús Martín de los Ríos (rebautizado como “el primo Jesús”), el actual propietario de la torre, fotocopió algunas de las hojas del manuscrito que hacían referencia a Proaño, y concertamos una visita para el sábado 3 de agosto.

Salimos de Madrid el viernes por la tarde con dirección a Potes. La rapidez con la que hicimos la reserva en los Apartamentos Fargo, nos impidió caer en la cuenta de que la aparente proximidad en el mapa entre Potes y Proaño, al encontrarse las dos en el corazón de Picos de Europa, no era tal si teníamos que trasladarnos en coche con ciertas garantías de seguridad. Al final, nos liamos la manta a la cabeza, nos apretamos más de 500 kilómetros, pues tuvimos que subir hasta Torrelavega, para bajar luego hacia Unquera, Panes, desfiladero de la Hermida, terrible a las doce de la noche, y llegar agotados a Ucedo, un pueblecito a dos kilómetros escasos de Potes.



Madrugamos el sábado, volvimos sobre nuestros pasos, pasando y repasando el Deva, con los cortes espectaculares del desfiladero, y llegamos poco antes de las doce a Proaño, muy cerca de Reinosa, donde habíamos quedado con Rosa y Antonio.

Santo Toribio

Jesús, acompañado de su hijo Carlos y su mujer Blanca, nos recibieron afectuosamente, enseñándonos no solo la torre, sino también la vivienda, un edificio del siglo XVIII habitado durante casi todo el año por Jesús, que conserva un mobiliario espléndido, parte del cual era originario de la casa y otra parte traído desde Cebreros, perteneciente a una herencia familiar. Tuvimos la suerte de ver numerosos ejemplares de la biblioteca que fuera de Ángel de los Ríos, el “Sordo de Proaño inmortalizado por Pereda en su novela “Peñas arriba”, último habitante de la torre y sus dependencias hasta finales del siglo XIX. La biblioteca también cuenta con una colección de la correspondencia que mantuvo Ángel de los Ríos con personajes como Menéndez Pelayo o el propio Pereda… La casa cuenta igualmente con una deliciosa galería acristalada desde la que se disfruta de unas vistas impresionantes de los Picos de Europa. 

Los niños intimaron enseguida con las hijas de Blanca y Carlos, a las que no tardaron en llamar primas.

-. Primas. Sí… pero muy, muy, muy lejanas

-. No tanto, responde Catalina. Muy lejanas no somos, porque vivimos en Madrid...

Nos despedimos de la familia con el compromiso de intercambiar correos y no perder contacto.

Balneario de la Hermida, en el desfiladero del que recibe el nombre, a orillas del Deva

Comimos muy cerca de Proaño, en Espinilla, y nos acercamos a Fontibre, donde se localiza el nacimiento del Ebro. De allí, bajamos a Reinosa, que en mi mente cargada de prejuicios imaginaba gris e industrial, pero la realidad vino a desbaratar dicha imagen, pues se trata de un pueblo bastante digno y cuidado. Allí comimos unas pantortillas, muy recomendadas y jaleadas por Blanca. 

Antonio y Rosa regresaron a Villorquite, y nosotros volvimos a casa de Jesús a devolver a la “prima Catalina” unas zapatillas que le había dejado a Sara cuando esta se metió en un riachuelo cerca de la casa, empapando las que llevaba.. 

Vivienda aneja a la Torre, donde nos recibió Jesús

El domingo, Rosa y Antonio tuvieron que salir precipitadamente a Ponferrada a recoger a Jorge, que un malentendido había dejado tirado en Compostela con las bicicletas con las que Héctor y él habían hecho parte del camino de Santiago. Nosotros nos acercamos a Potes, uno de los pueblos más bonitos e inaccesibles que conozco. A pesar de la dificultad de llegar a él, al mediodía era un hervidero de turistas y visitantes. (Sobre estos, quiero destacar su carácter, que tan poco tiene que ver con las maneras tumultuosas y ruidosas del típico sumakilómetros con el que te sueles topar en otras latitudes. Abunda el viajero de autocaravana o furgoneta, con su casa y enseres a cuestas, pero cuya presencia no deja ningún plástico residuo ni contaminación acústica). Vimos en la torre del Infantado la exposición sobre el Beato de Liébana, que ocupa tres de sus cinco plantas, una verdadera muestra de erudición y didactismo, paseamos por el pueblo, a esas horas próximas al mediodía prácticamente intransitable, con los intrépidos que se lanzaban en tirolina desde un puente, junto a la torre, hasta la orilla del río, unos doscientos metros más allá. Nos llegamos a Santo Toribio en el momento en que exhibían un fragmento del lignum crucis, comimos unos bocatas en unos bancos reservados a los peregrinos y, sobre las cuatro, subimos a Fuente Dé. Allí cogimos el teleférico que ascendía casi mil metros en un trayecto de lo más alpino. Los niños se entretuvieron con unas cabras, que parecían contratadas por la Consejería de Cultura de Cantabria, tan mansas y civilizadas se mostraban. Tras una larga espera, cogimos de nuevo el teleférico y, en un involuntario homenaje a las arcas de Repsol, nos dirigimos a Herrera del Pisuerga vía Cervera, haciendo una parada en Monsagro, por una carretera de curvas enloquecidas que tomamos en Potes. En Cervera dejamos a Itziar, una vez recuperado Jorge y las bicicletas.

Sara bajo un panel de la exposición que visitamos en Potes
Termino de escribir estas líneas con el canto de las cigarras de fondo. Al final, no ha sido tan difícil, parece que me reconcilio con ellas y con el verano cuando pensaba que había llegado al final de un camino sin retorno. Hoy empezamos las vacaciones. De un momento a otro llegará Carmen y cargaremos el coche. Espero dar cumplida cuenta de todo lo que nos suceda a partir de ahora.