jueves, 13 de diciembre de 2012

Paisajes de guerra. 22-25 de noviembre de 2012


"De toda la memoria, solo vale
el don preclaro de evocar los sueños"

(Antonio Machado, Galerías, 1904)


En esta "caseta" que conserva impactos de bala, junto al Puente de los Franceses,
iniciamos las visitas los días 24 y 25 de noviembre

El letargo producido por la mezcla de tramadol, metamizol y tetrazepan, así como el temor a que este dolor no desaparezca nunca y que cualquier día amanezca con la pierna derecha como la del hijo de Gepetto, me sumen en tal marasmo que en algún momento llego a perder la conciencia del tiempo y del espacio. Aislado de todo, llegan a mis oídos los sonidos de la emoción que difícilmente pueden controlar los pequeños mientras preparan el Belén y el árbol de Navidad, ceremonia cuyo ritual vienen acariciando y anticipando en sus más mínimos detalles desde la semana pasada. El nerviosismo se puede cortar.



Puente de los Franceses

Mientras ensayo una imposible postura que alivie el sufrimiento, enredándome con la manta eléctrica y los cojines, engaño al reloj hojeando los tomos de Salas Larrazábal y Martínez Bande, los manuales de Iglesias Laguna y Ponce de León, la novela de Herrera Petere, el ensayo de Ronald Fraser… incapaz de centrar mi dispersa atención en algo concreto.



Uno de los puentes del siglo XIX que salvan los numerosos arroyos
que recorren la Casa de Campo

De vez en cuando me incorporo de la cama, tomo la medicina prescrita, y asomo la jeta con prudencia a un auténtico paisaje de guerra sembrado de restos de guirnaldas, adornos navideños, cajas de embalar apiladas sobre la mesa, así como los libros despejados de las baldas de una estantería donde se desarrollará toda la escenografía del Nacimiento.




Carmen y yo nos miramos en silencio, yo disculpando mi inactividad, ella consolándose de su propio cansancio con la alegría ruidosa y desbordante de los niños enloquecidos por los villancicos y la ansiedad. De vuelta a la cama procuro relajarme, cierro los ojos, lucho por dar la espalda a las molestias, y me abismo a un sueño pesado, letárgico, más cercano al duermevela, o a ese sopor paralizante en el que solemos perder el control, y en el que se mezclan las voces reales con las almacenadas en algún rincón de la cabeza, imágenes vividas, soñadas o sentidas que llegan a adquirir proporciones fantasmagóricas.



La Curva de la Muerte.


“Es muy difícil matar a un hombre en la guerra, nadie va a la guerra a morir, sí, es muy difícil matar a alguien…” retumban las palabras de Antonio Morcillo, en respuesta a una pregunta sobre el número de muertos durante la batalla de Madrid, acompasándose al ritmo de una marcha suave, la mía, 20 años atrás, descendiendo la cuesta que del Cerro Garabitas desemboca en la M30, hace mucho frío, está anocheciendo, los pinos y las encinas que escoltan mi carrera comienzan a proyectar sombras inquietantes, y tengo que darme prisa, pues apenas siento mis piernas desnudas y heladas, amoratadas y medio dormidas, empapadas por el aguanieve, mientras tuerzo a la derecha, al final de la cuesta, en dirección al Lago, y de pronto me encuentro debajo de un puente sobre el Manzanares acompañado por diez o doce mendigos que pescan enormes y resbaladizas carpas en el río y las arrojan a un serón que parece no tener fondo y apenas se ve nada porque ya es de noche y el humo que desprenden los trapos y astillas que se queman en un barril ennegrecido todo lo oculta, a excepción de ese tren que, aguas abajo, al poco de iniciar su marcha desde la estación de Príncipe Pío, rueda lenta, pesada, cansinamente hasta detenerse en el Puente de los Franceses resoplando en silencio como un animal exhausto del que se yergue una especie de apéndice metálico que arroja fuego y metal en nuestra dirección, más exactamente aguas arriba, y el fuego y la metralla chocan contra una plancha de hierro detrás de la cual se adivina el ajetreo de un batallón tendiendo una pasarela sobre un oscuro remanso, turbio y maloliente…



Junto a la Curva de la Muerte. Subiendo el monte, numerosos restos de guerra

Despierto con el corazón acelerado, sudando. Tardo en desempolvar la ubicuidad del sueño, hacerme una mínima composición de lugar. La casa está en silencio. Una luz tenue se desliza por el pasillo. Todo está en orden, como si no hubiera pasado nada, sin restos de la batalla que se libró aquella tarde.



Resto de una fortificación junto a la "curva de la muerte"


Carmen lee sentada en el sofá. No sé qué hora es. Seguramente tarde.

-          Los niños están cenados, bañados y acostados… - Me dice. ¿Vas a cenar algo?

-          Debería, la verdad… Pero no tengo hambre

Subiendo por la "Curva de la Muerte" hacia Garabitas, a la derecha,
se encuentra la posición Ifni, precedida
de un refugio donde esperaban las tropas y los pertrechos parar cruzar el río.
Aquí se levantó en su momento una edificación, que consistía en un salón y un 
retrete donde hacían un alto los reyes al volver de sus cacerías

Echo un vistazo a mi alrededor. Los cálidos brillos de las bombillas del árbol y del Belén me proporcionan esa quietud y calma que tanto necesito.

-          La verdad, es que se han portado muy bien… ¡No sabes cómo estaban!

-          Sí, ya me imagino... Pensaba que no ibais a terminarlo hoy…

-          Ya metidos en faena…


Madrid desde la posición Ifni




Desecho la idea de sentarme en el sillón, a su lado, sobre ese anaranjado animal, armado con afiladas  garras y dientes dispuesto a destrozarme las lumbares en cuanto me descuide a base de zarpazos y dentelladas. Me asomo a la ventana de la cocina. Ha caído una niebla espesa que todo lo cubre y difumina. El centro comercial, con sus luces apagadas, parece una fábrica en ruinas.




Por esta misma trinchera descenderían las tropas
defendiéndose como podían del fuego enemigo


No tengo sueño. Cojo el cuaderno. No puedo dejar de pensar en esas palabras de Antonio, en la dificultad de matar, casi tan grande como la de ponerse en el lugar del otro, sentir como propias sus penalidades y sufrimientos. Es una tarea ímproba siempre y cuando pretendamos trascender nuestro círculo más íntimo. Incluso entonces no es raro ignorar lo que le sucede a quien está a nuestro lado. Solo unos cuantos son capaces de cruzar esa línea roja y practicar la escucha serena, la comprensión, el sentimiento: la compasión.



Refugio de una anticuada pieza de artillería de gran calibre


Tristemente, esta labor de acercamiento se torna más sencilla si la dirigimos a los que ya no están entre nosotros o a los que están preparando un camino sin retorno. Está claro que sus testimonios nos alcanzan distorsionados por el olvido, por esos mecanismos de defensa que tienden a fijar unos hechos y desbaratar, desordenar otros hasta hacerlos casi irreconocibles. Asumir ese hándicap como un reto y acicate está en la base de toda vocación de historiador, y sin ella cualquier intento se derrumba. Ese afán de totalidad, cuyo corolario es la insatisfacción al tomar conciencia de que muchos detalles se nos ocultan de forma burlona, es lo que nos hace seguir adelante con las pesquisas a las que nunca podemos dedicar todo el tiempo y recursos que estimamos se merecen.





El diálogo con los muertos, no siempre unidireccional, requiere tocar infinidad de palos, manejar los más variados instrumentos y herramientas capaces de alumbrar esos rincones oscuros, aparentemente inaccesibles. Trabajo constante de crítica e interpretación, de relacionar y vincular, establecer asociaciones inéditas, rastrear esos enlaces que en un momento dado proporcionan una panorámica clara de lo buscado.

 

Hace más de 70 años no estaba tan colmatado este arroyo. Agazapadas y protegidas,
las tropas nacionales usaban este paso



En un momento dado lamentamos no haber agotado las fuentes que teníamos más a mano. El pudor, la lástima que provocaba someter al interrogado a ese esfuerzo de evocación no pocas veces doloroso, personalmente me empujaba a dar un paso atrás, conformándome con las anécdotas tantas veces repetidas que salían de los labios de mis padres sin asomo de sufrimiento ni pesar. Si en algún momento asomaba a sus rostros la emoción o percibía que se inundaban sus ojos, detenía en seco la entrevista y aparcaba ese morbo infantil, siempre aderezado con escenas dantescas y siniestras.


Muros así servirían de protección a los soldados en su camino
hacia las pasarelas


Sí. Confieso que me arrepiento de no haber profundizado en esas charlas, de no haber sabido dirigirlas con mano izquierda, de forma conveniente, sorteando, o dejando adivinar esos obstáculos enojosos que, de cualquier manera, habrían proporcionado una preciosa información. Ya es demasiado tarde.


Cerro Morán, con el depósito que distribuiría sus aguas por todo
el parque



Ese manantial de vivencias y anécdotas, que una rara miopía se negó a embalsar en su debido momento, se ha perdido irremediablemente. Los intentos de reconstrucción, de apuntalamiento, de masiva recogida de datos fueron tan tardíos como voluntariosos, todos ellos al albur de esas corrientes de historia oral, de historias de vida sobre las que hay que caminar con pies de plomo y ojo avizor.


Madrid desde el Cerro Morán


Al final, nos agarramos a los escasos recuerdos debidamente iluminados y documentados por las noticias que extraemos de aquí y de allá, y por el impulso y aire fresco que en contadas ocasiones saben imprimir los aniversarios y conmemoraciones.






Entre el jueves 22 y el domingo 25 de noviembre nuestra asociación GEFREMA celebró sus primeros diez años de vida con un ciclo de conferencias, la presentación del número 22 de la revista Frente de Madrid y dos visitas a sendos escenarios emblemáticos, casi míticos, de la batalla por la capital. Las conferencias se celebraron en la Escuela de Hostelería y Turismo, al lado de mi colegio de toda la vida, en mi barrio.



Panel explicativo de la Pista del Generalísimo, ahí llamada Pista Militar

Y las visitas, estupendamente dirigidas por Antonio Morcillo, ilustraban el desarrollo de las comunicaciones entre la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria, desde los duros días de noviembre de 1936 hasta el final de la contienda.

Inicio de la pista. Nuestras autoridades a punto estuvieron
de cargársela pues, además de ignorar de qué se trataba, tenía baches


 
El viernes noche pudimos asistir Carmen y yo a la última de las conferencias, la pronunciada por José Mª Sánchez, sobre la entrega de la ciudad de Madrid el 28 de marzo de 1939, a raíz de unos fotogramas del NODO que reproducen ese momento del saludo entre los coroneles Prada y Losas. La investigación de José Mª giraba alrededor del punto exacto en el que se produjo la entrega. Analizando las imágenes, las ruinas que rodean a los personajes principales o los escasos restos de un solado, lo ha conseguido ubicar entre el Hospital Clínico y el Asilo de Santa Cristina. A simple vista, puede parecer un dato irrelevante. Efectivamente, en nada cambia la percepción de los hechos. Pero volvemos a lo mismo, la conservación del detalle mientras esto sea posible, la preservación del recuerdo teniendo en cuenta los cambios que ha sufrido el terreno.




El sábado y el domingo nos citamos a primera hora de la mañana, junto al Puente de los Franceses, unas cincuenta personas con ganas de aprender. Resumir aquí todo lo escuchado, se sale de mi intención y retentiva. Varios artículos de la revista han tratado últimamente al pormenor estos asuntos con sobrada erudición y acopio de fuentes e ilustraciones.


La pista llegaba hasta el puente, que se abríó 10 o 12 días
antes del final de la guerra


 
Me quedo con las anécdotas, con las curiosidades. Como por ejemplo el trazado del ferrocarril del Norte, atravesando la Casa de Campo, por entonces propiedad de la Corona, en un claro gesto de corrupción o tráfico de influencias en la pintoresca corte de Isabel II.


Firma de un batallón en el cemento aún fresco

O la curva de la muerte, esa bajada desde Garabitas por la que tantas veces había corrido, que tenían que atravesar los vehículos y soldados nacionales, recibiendo el fuego enemigo, para cruzar el río camino de la bolsa de la Universitaria. Empresa audaz y temeraria llevada a cabo por la noche, en punto muerto y con las luces apagadas, pasando los hombres de uno en uno para no ser vistos. Aunque para imprudencia o cabezonería, el empecinamiento de Franco en ocupar la Ciudad Universitaria a cualquier precio, con todos sus generales en contra tras un mínimo cálculo de gasto y beneficio, en el que no parecieron incluir el mayor coste que suponía al Ejército Popular de la República, gestándose aquellos días, defenderse de esa punta de lanza.




Por no hablar de la vertiente simbólica o moral que suponía convertir un ataque inicial en una resistencia numantina, en un asedio, con los pingües rendimientos propagandísticos en el medio plazo después de la guerra.






Paisajes de guerra tantas veces pisados desde niño, como ese depósito de agua levantado durante el reinado de Alfonso XII en el Cerro Morán y que servía para regar el parque, al que fui varias veces con Bernardo y su familia a comer una empanada que preparaba Ilse y que, por sus dimensiones, horneaba en una tahona, ya desaparecida, de Laín Calvo. Desde ese altozano se contempla la ciudad con su doble cerco: el visible o exterior trazado por las tropas sublevadas en su fachada oeste-suroeste, y el invisible o interior, el de las persecuciones y asesinatos.


En este punto exacto, como bien nos indicó José María, el Coronel Prada hizo entrega de Madrid al Coronel Losas


En ese cerro arranca la solución definitiva para comunicar la Ciudad Universitaria con la retaguardia nacional en la Casa de Campo. Solución tan tardía, la de la Pista del Generalísimo, como del verano de 1938, época marcada por un furor constructivo cuando, después del Ebro, ya estaba todo el pescado vendido. Aún más: esa pista debía cruzar el río por el puente del mismo nombre, que solo fue inaugurado… ¡quince días antes de terminar la guerra!


Antonio Morcillo, Presidente de GEFREMA

La postración, la niebla que se espesa más y más, y ese frío interior que no deja de acompañarme me agitan de manera que mis pensamientos se disparan hacia esas fronteras extrañas que nos asoman a un mundo oscuro y sin salida, me impiden apreciar lo bueno de la vida sumiéndome en presagios funestos, tan alejados de la realidad como la noche del día. Lo único verdadero es la conciencia de haber sobrepasado con creces el ecuador de mi existencia, de haber recorrido más camino que el que me queda por transitar. De ahí cierta angustia e inquietud por dejar constancia de lo poco o mucho que haya podido acontecerme.


Uno de los apoyos del Puente

Y una noche tan larga como esta se presta como ninguna a la pesca en río revuelto, ya no sé qué derroteros puede tomar lo que tenía que haber sido una simple crónica en la que no dejan de entrometerse asuntos que, en cualquier otra circunstancia, no habrían tenido cabida. Me dejo arrastrar por esa corriente y no me desagrada.





Y ahora me veo en las escaleras de la Facultad de Derecho con mi hermano Rafa. No sé muy bien qué hago allí, pero es real. Me ha llevado en su vespino, que poco después heredaría yo. Creo que ni siquiera estoy en C.O.U. Me señala el perfil alto e imponente de la caja de cerillas, donde un par de años después comenzaría mis estudios. Es una mañana de primavera avanzada, con el verano en ciernes, y la explanada bulle de estudiantes.


Efecto de una mina, junto al Clínico

 Como en un palimpsesto se sobreponen las imágenes y se derraman instantáneas de otra Ciudad Universitaria vista en esas películas de los años 50, tan llenas de inocencia y optimismo, elegancia y blandura, cielos enormes y azules, limpios, arquitectura nueva, impecable, reflejo de un mundo que se suponía sin fisuras ni conflictos.


Un búnker, con funciones de observatorio, orientado hacia Madrid. Parque del Oeste


Fotografía que se difumina inexorablemente para dar paso al frío, la humedad y la grisura de un mes de noviembre de hace 76 años en que la moderna, casi vanguardista Ciudad Universitaria, en un tris de ser inaugurada, se convierte en una ratonera, un fondo de saco al que acceden con dificultad las tropas de Franco para tomar posiciones.

Agrónomos desde la Facultad de Oodontología. Dos
líneas enfrentadas

El domingo 25 me acompañó mi hermano José Ramón. Sentíamos ese mismo frío en la fachada de la Escuela de Arquitectura mientras Antonio Morcillo, con un sinfín de datos, hablaba de la gestación y creación de la Universitaria como solución a la dispersión de las facultades y ocurrencia, nunca confesada, de alejar a la población estudiantil, dada entonces a algaradas y protestas, del centro de Madrid.


Bajo los puentes sobre el Manzanares nos encontramos varias "soluciones habitacionales" Cuesta creer, pero es cierto, que en 2012 todavía viva gente en estas condiciones

En los sótanos de esa Escuela se habilitó una enfermería o quirófano de urgencia, y de allí eran trasladados los heridos a lomos de mulas hacia la retaguardia, en la Casa de Campo, cruzando las pasarelas sobre el río, blanco certero del fuego enemigo. Adversarios cuyas líneas estaban separadas, en algunos puntos, como entre las facultades de Odontología y de Agrónomos, por muy pocos metros.



Fachada de la Escuela Superior de Arquitectura



El H. Clínico, el Stadium, las obras de Eduardo Torroja, todos los edificios con sus usos trastocados, escenarios de un heroísmo de todo punto absurdo, innecesario... Alimento de una mitología claramente percibida y explotada en la posguerra, en el momento de reconstruir a toda prisa el complejo, de elaborar un discurso arquitectónico en el que había de aunarse religión, hispanismo, cultura y tradición, con el eje vertebrador de la Moncloa, monumento a los caídos, Arco del Triunfo con las Sierra de Guadarrama al fondo, Monasterio  del Aire…

 
Imposible detenerse sin que te detengan. Es la acera del Palacio de la Moncloa

Juan Casco me habló, incluso, de un proyecto más faraónico si cabe, que afectaba a toda la fachada de Rosales, hasta Palacio, compartiendo el estilo del Ministerio del Aire pero con el añadido de un puente gigantesco que enlazaría Moncloa con Garabitas.

Pero esa historia queda aplazada hasta que me haga con sus detalles, aunque ignoro si seré capaz de  afrontarla. De momento, el sueño me vence. Ya es muy tarde. Mañana será otro día.


En este mismo lugar, Deschamps tomó su famosa fotografía.
A ambos lados, la Casa de Velázquez y el Palacio de la Moncloa



Foto tomada desde el edificio de la Junta del Distrito de Moncloa, en su origen
un monumento conmemorativo a los caidos durante la guerra en Madrid.

"La entrada en la Ciudad Universitaria, el tremendo forcejeo que se libró en sus principales edificios: Palacete, Casa de Velázquez, Escuela de Arquitectura, Asilo de Santa Cristina y especialmente el Clínico; los combates en Usera y Carabanchel Bajo; los repetidos asaltos al Puente de los Franceses o el paseo de la Moncloa, fueron fértiles en actos de valor heroico que se prodigaron en uno y otro bando, en los que se luchaba por la posesión  o pérdida de minúsculos objetivos que la mayor de las veces carecían de la menor importancia. Era más una lucha de amor propio que un enfrentamiento militar. Todo el heroísmo resultaba completamente gratuito" Ramón Salas Larrazábal. Historia del Ejército Popular de la República, I, p. 796