jueves, 9 de agosto de 2012

Rozados por el ángel. "La guerra del fin del mundo" (Mario Vargas Llosa, 1981)


Escribo con la boca reseca por el polvo y la arena, los ojos irritados por la pólvora, el estómago revuelto por el olor a cadáveres en descomposición y los oídos aterrados por el graznido de los urubús y los buitres, los chillidos de las ratas… He dejado pasar un día con la esperanza de que se disipara el horror, esa impresión marcada al fuego tras la lectura de la novela. Confieso que en muy pocas ocasiones un relato me ha causado tan hondo malestar que haya estado a punto de abandonarlo, cerrar el libro y arrojarlo al rincón más olvidado. Pero, aun a sabiendas del final de la historia, un impulso irreprimible me empujaba a continuar con la tarea, dolorosa y gozosa a un tiempo.



Hace ya demasiados años me asomé al libro, en una edición de Plaza & Janés. Estaba en casa de mi hermana Guada y era una tarde de verano como la de hoy. Pero no fui capaz de adentrarme más allá de un par de páginas, quizá porque recordaba lo poco que me había gustado “La ciudad y los perros”, lectura en su momento obligada y que no sé por qué extraño motivo se me atragantó. Ahora mismo no podría poner en pie la trama de ese primer gran éxito de Mario Vargas Llosa (1936), pero me comprometo aquí a leerlo de nuevo con otros ánimos.


Después tuve conocimiento del MVLL liberal a través de una recopilación de artículos, “Desafíos a la libertad”, publicada por El Pais-Aguilar y, paulatinamente, gracias también a un ensayo escrito por JJ Armas Marcelo, me fui reconciliando con él, aunque mi ignorancia hacia su narrativa seguía siendo enciclopédica. Con el tiempo, fueron apareciendo todas sus obras en una colección barata que se vendía en los quioscos y así me fui tragando, como una boa constrictor, “La casa verde” “La tía Julia y el escribidor”, “Conversaciones en la Catedral”, “La fiesta del chivo”...

Preparativos de guerra


Sin desmerecer a las demás, “La guerra del fin del mundo” encierra todo lo que se le puede exigir a una obra de arte: realismo e imaginación, dolor y belleza, tranquilidad y espanto… pero, sobre todo, verdad. Y denuncia. Es un mundo en sí mismo, en el que el peruano ha sabido mezclar con maestría personajes históricos y ficticios, en virtud de una concienzuda labor de investigación tanto en archivos y bibliotecas como sobre el terreno donde se desarrolla la acción. ¿Quién merece más credibilidad, Moreira César o Maria Quadrado, la Madre de los Hombres?, ¿cualquiera de los yagunzos o el Mayor Febronio de Brito? Ahí radica la grandeza de la novela.



El hecho histórico alrededor del cual gira la trama, más que una guerra, es un conjunto de expediciones militares que la flamante República brasileña lanzó contra un territorio del nordeste, una comarca de Bahía, cuyo núcleo es Canudos. Allí confluyen todos los desheredados, bandidos, enfermos y desahuciados de la región imantados por las prédicas de Antonio el Consejero, una especie de santón o mesías que consigue dar sentido a unas vidas quebradas, agobiadas por la pobreza, el hambre, las epidemias, la sequía y la muerte.

Una vez descubiertos los restos del Consejero, fue
decapitado para estudiar su cráneo

“Estas piedras se volverían ríos, esos cerros sembríos fértiles y el arenal que era Algodones un jardín de orquídeas como las que crecían en las alturas de Monte Santo. La cobra, la tarántula, la suçuarana serían amigas del hombre, como hubiera sido si este no se hubiera hecho expulsar del Paraíso. Para recordar estas verdades estaba en el mundo el Consejero” (236)



Por sus obras los conoceréis. Antonio el Consejero, cuya biografía es conocida, aparece en la novela reconstruyendo iglesias y cementerios, restaurando el culto allí donde la desidia y el abandono lo habían olvidado, aglutinando a su alrededor a la hez de la hez que lo seguirá dando tumbos por el sertón, entre macambiras, mandacurús y xique-xiques… Pero, sobre todo, rezando.
“Y, sin embargo, pese a la miseria, esa gente es feliz… La más feliz que he visto, señor. Es difícil admitirlo, también para mí. Pero es así, es así. Él les ha dado una tranquilidad de espíritu, una resignación a las privaciones, al sufrimiento, que es algo milagroso” (264)
Se pasean por la novela, además de los cangaçeiros (bandidos), una troupe circense cuyos miembros irán desapareciendo poco a poco hasta quedar reducido al Enano, un científico escocés iluminado por las doctrinas frenológicas tan en boga por la época (Galileo Gall), un ser deforme, giboso, que camina a cuatro patas y formará parte del círculo más estrecho del Consejero (El León de Natuba), los indios kariris, Jurema, el pistero Rufino, el periodista miope…

“Aquí se ven todavía más desechos. ¿Has visto nunca tantos mancos, ciegos, tullidos, tembladores, albinos, sin orejas, sin narices, sin pelos, con tantas costras y manchas? Ni te has dado cuenta, Jurema. Yo sí. Porque aquí me siento normal” (377)
Cabe preguntarse dónde radicaba la auténtica miseria. Aquí resplandece el valor de la novela, en la denuncia de la vertiente moral de la misma, no la física y evidente. Estas gentes abandonadas que encuentran por fin un objetivo por el que guiar sus vidas, que se deleitan con las historias de los trovadores que habrían “llegado a estos lugares  haría siglos en las alforjas de algún navegante o de algún bachiller de Coimbra” (375), que saben organizarse como una sociedad, no tenían cabida en un Estado fuerte y que se presumía poderoso. El Consejero repudia la República por atea y defensora del matrimonio civil, y rechaza todos los mecanismos del estado moderno, como puede ser la extensión de los impuestos y la implantación del censo, como herramienta de control.
“Me devanaba los sesos, tratando de entenderlo, y ahí está la explicación. Raza, color, religión. ¿Para qué podía querer averiguar la República la raza y color de la gente, sino para convertir otra vez en esclavos a los negros? ¿Y para qué la religión sino para identificar a los creyentes antes de la matanza?” (466-467)
Con la Iglesia en contra del movimiento asentado en Canudos, por heterodoxo; los terratenientes bahianos, conservadores por tradición, viendo peligrar sus propiedades; y con el auge de Río y Sao Paulo, donde radicaba el poder político, siempre un poco de espaldas a esa tierra, solo bastaba encender la mecha para que el polvorín saltara por los aires.
“Los corresponsales… Podían ver pero sin embargo no vieron. Solo vieron lo que fueron a ver… Todos vieron pruebas flagrantes de la conspiración monárquico-británica. ¿Cuál es la explicación?
La credulidad de la gente, su apetito de fantasía, de ilusión… Había que explicar de alguna manera esa cosa inconcebible: que bandas de campesinos y de vagabundos derrotaran a tres expediciones del Ejército… La conspiración era una necesidad: por eso la inventaron y la creyeron” (422)
¡Y de qué manera! La cuarta y última parte de la novela, que se extiende a lo largo de más de 200 páginas, describe con todo lujo de detalles la última y definitiva expedición militar contra Canudos, la que consiguió la total destrucción y aniquilamiento de la población. Las descripciones rayan lo dantesco y el conocimiento que despliega MVLL del terreno es proverbial. Se llega a palpar el sufrimiento, el dolor, el hambre, la sed y la muerte. El holocausto al que fue sometido Canudos sigue siendo inexplicable. Se barajan cifras de entre cinco y treinta mil muertos, con las deportaciones masivas de mujeres y niños. Muchos de sus protagonistas decían haber sido rozados por el ángel…

PD. Para leer un buen resumen de la guerra de Canudos, pinchar aquí