lunes, 6 de febrero de 2012

¿Dónde se esconde Abraham van Helsing?. Desmontando al trilero



En la naturaleza, todos los seres se guían por tres impulsos: la supervivencia, la generación y un cierto dominio sobre el entorno que posibilite el desenvolvimiento de los dos primeros. La combinación armónica de dicha triada, la no preponderancia de una de ellas sobre las demás, es lo que mantiene aquello que conocemos como orden natural.

Desde que el hombre abrazó su condición de tal bajando de los árboles y asumiendo la vida en sociedad como la única que merecía la pena ser vivida, se fueron cimentando las bases de la civilización mediante la división del trabajo y el establecimiento y observancia de unas normas de mera conducta, lo que sublimó en cierta medida los atavismos que compartimos con los seres unicelulares.

La aceptación del hecho de que no estamos solos, que el intercambio de conocimientos y servicios de forma libre y voluntaria (división del trabajo) en el marco de unas leyes no escritas pero por todos refrendadas, como el hecho de no usurpar las propiedades ajenas, incluída la más preciada: la vida, (normas de mera conducta, en feliz expresión de Hayek), facilitó el desarrollo vertiginoso  de la civilización.
No obstante, en ciertos momentos de la historia el desequilibrio del orden natural adquiere un inusitado protagonismo, dándose carpetazo a la división del trabajo y pateando esas normas de mera conducta adquiridas por todos durante los primeros años de vida; y entonces vemos cómo se afana el hombre en ponerle un yugo a sus semejantes, apropiándose indebidamente del fruto de su trabajo, hasta el extremo de eliminarle para obtener un pedazo de pan o la seguridad de su prole.
Afortunadamente, y en contra de lo que pudiera parecer, estas circunstancias son excepcionales, aunque supongan el principal campo de acción del historiador, más atento al estado patológico del hombre (crisis, guerras..) que a sus más largas etapas de plena salud.


Bueno, excepcionales excepcionales… no. La división del trabajo se abandona de forma violenta durante las guerras y silenciosa cuando los gobiernos intervienen impúdicamente en el libre juego de la producción, truncando en ambos casos de forma inevitable la economía. Y qué decir de las normas de mera conducta, identificadas con ciertos valores intemporales, a veces asociados al catecismo, inculcados a los niños en el seno de las familias (y que se deberían fijar en la escuela), y que apenas se tienen en cuenta en la actualidad...


Estas traiciones se dejan sentir en el lenguaje, introduciendo la confusión en los términos, incluso el quebrantamiento de los significados cuando, sin el menor sonrrojo, nos referimos a la autoridad cuando queremos decir mando, y al respeto cuando solo se trata de obediencia, todo ello con la dignidad como fondo. Porque pocas palabras son tan retorcidas y estrujadas por las manos del arbitrario que esta de la dignidad. Cuanta más obediencia (respeto) exija (solicite) a sus subordinados (compañeros) en función de un mando (autoridad) que ostenta (ejerce), más se le llenará la boca de la dignidad debida (aceptación incondicional de mis caprichos)



Como todo saqueador que se precie, debe rodearse de individuos que le profesen una fe ciega, y ya que ese sentimiento es unidireccional, es decir: va de menor a mayor (nunca viceversa), aquellos que le sigan y aplaudan sus designios torticeros, por necesidad ocuparán un rango moral inferior al del líder.
Esta figura del líder con mando, cada vez más extendida en las organizaciones, y cuya raíz la podemos rastrear en la clase política, parece que está provocando una sustancial alteración en las relaciones sociales y económicas. Observamos con una frecuencia que aumenta día a día, cómo los procesos se deterioran, los servicios no se cumplen con la puntualidad y calidad que exigiría el precio que pagamos por ellos. Tenemos que convivir con una serie de fallos cuya solución es conocida por todos, y sentimos como algo inexorable el próximo deterioro de las cotas de bienestar que serían lógicas y acordes con el nivel de desarrollo y formación alcanzado por los trabajadores....

El falso trilero, ducho en el ardid y el engaño, contamina todo cuanto toca, aunque tendría un recorrido muy corto si el ser humano no le hubiera puesto como modelo a imitar. Ya no es únicamente un tipo ambicioso y sin escrúpulos. Incapaz de producir nada, al grito de marica el último desarrolla unas dotes, dignas de mejor empeño, en el antiguo arte del robo y la rapiña. Su único lema: "Después de mí, el diluvio". Su efecto intoxicador consiste en inhibir la capacidad creadora de los que tienen la desgracia de sufrir su gestión. A su paso, deja un reguero de juguetes rotos y una descendencia de aprendices avezados en el saqueo, que se multiplican como los vampiros, aunque su eliminación resulta mucho más complicada. Tendríamos que buscar en nuestro interior al posmoderno Abraham van Helsing que nos rescate de sus garras.

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