viernes, 13 de enero de 2012

Madrid. Zona Centro. 9.30 a.m. Recuerdos y reflexiones

Cruce de la Cuesta de Santo Domingo con la C/ Arrieta.
Al fondo, el Teatro Real
Por mucho que se empeñen las autoridades municipales, Madrid nunca dejará de ser un pueblo grande, muy grande. Podrán peatonalizar (¡qué palabro!) las vías principales del centro, encargar a Agatha Ruiz de la Prada la decoración navideña, postularse como capital olímpica para las juegos que se celebren allá por el titantosmil, freir a impuestos y multas (¿no son una y la misma cosa?) a sus sufridos habitantes para financiar sus faraónicas fantasías… pero no hay caso: Madrid es lo que es y ha sido siempre: un pueblo grande, muy grande, con un rascacielos pequeño, muy pequeño (ahora, dos o tres más).

Calle del Espejo. A ambos lados, tiendas de instrumentos
musicales. En el último bloque vivió Francisco de Goya
en 1777
Esta condición añeja, como de postal, la delatan el olor a puchero, a guisote que impregna las calles del centro al mediodía, el lento despertar de los pocos comercios que sobreviven a primera hora de la mañana, el tañido de las campanas de iglesias y conventos marcando los cuartos y las horas. Como ya nos hemos subido al carro del ecologismo y del consumo energético responsable, echo en falta otro olor: el de las calderas de carbón cuyas emanaciones desplegaban una boina gris sobre nuestras cabezas durante las largas visitas invernales del anticiclón de las Azores.

C/ Arrieta desde la Real Academia Nacional de Medicina.

Desde la salida del Metro de Ópera poco antes de las ocho
de la mañana. Las calles vacías no me obligan a esperar
para lanzar la foto.
La ciudad tarda en desperezarse. Como un gigante dormido, muy seguro de cada uno de sus movimientos, siente cómo late la vida bajo su suelo herido por infinidad de túneles por los que discurren, como si se tratara de arterias esclerotizadas a punto de reventar, centenares de kilómetros de carreteras y vías de tren que lentamente derraman su contenido en forma de rostros cansados, cuerpos que aún no se han desprendido del cálido recuerdo de las sábanas. Todavía no ha amanecido.


Las calles del centro son frías como el fondo de un saco donde se acumula, sin posiblidad de escape, el aliento helado de la sierra. Y allí permanece durante horas, en las fachadas que por su orientación guardan fidelidad a la umbría, en las aceras que alguien se empeña en regar convirtiéndolas en improvisadas pistas de patinaje hasta que una mano benéfica se apiada de los magullados peatones y esparce unos kilos de sal gorda. Pasadas las nueve de la mañana de un día cualquiera de enero, y no de los más fríos (según los bienpensantes, los efectos del cambio del clima climático ya se están dejando notar), los termómetros no saben qué camino elegir, y se quedan clavados en un largo doble cero.
La C/  Independencia es muy corta, una veintena de metros apenas.
A la altura de esta tienda de guitarras cambia su nombre
por el de C/ del Espejo
Qué diferencia con la imagen que conservo de aquel otro Madrid, el de mi infancia, ese paisaje un tanto lejano y misterioso al que me asomaba desde la terraza de la casa de mis padres, observatorio privilegiado que me mostraba, en amplia panorámica, la fachada oestesuroeste de la ciudad, con las elegantes torres de Rosales, la Torre de Madrid y el glamouroso edificio España, Palacio Real, Viaducto, San Francisco y Seminario. A ese centro al que me refiero subíamos andando por la Cuesta de la Vega los sábados por la mañana a las reuniones del grupo scout Virgen del Puerto que se celebraban en unos locales cedidos por el Convento que tienen las Hermanas Reparadoras en la C/ Torija, frente al Café de Chinitas. Y jugábamos en los Jardines de Sabatini o, más cerca de casa, en el Parque de Atenas
Suelo mojado (y helado) de la Plaza de Santiago
Era un Madrid mágico el que construía en mi imaginación, poblado por gentes modernas, muy distintas de aquellas con las que trataba a diario. Vivían en pisos grandes (!en el centro!) y les suponía una vida trepidante, agitada. Representaban un mundo contrapuesto al mío, abigarrado, abierto. Aunque esa magia y fantasía pronto sería sustituída por todo lo contrario: la de un lugar inseguro, donde te podían atracar a la primera de cambio. Era la edad de oro del macarra y navajero que, amparados por el anonimato que facilitaba la multitud, hacían (o al menos así lo creíamos) auténticos desmanes. Esas distintas sugerencias de Madrid se superponían unas a otras hasta construir un Madrid ideal, cosmopolita, con aire de gran urbe con la Gran Vía y sus alturas como emblema.

Con el tiempo cambió mi concepto del centro. Paulatinamente se fue modificando, con las miras puestas más en el turista que en sus habitantes: aumenta el número de calles peatonales y las que siguen abiertas al tráfico tienen el aparcamiento restringido, floreciendo bolardos, pivotes y bolas que convierten en una odisea detener el coche sin encajar una multa; apenas quedan comercios de toda la vida (ultramarinos), teniendo que llenar la cesta de la compra en los pocos mercados tradicionales (Mostenses) que no han sucumbido (Cebada) a la supermodernidad, o en Hipercor. Sin ambiene de barrio, aunque con olor a puchero, ha sido elegido como lugar de residencia por artistas y famosos con los que uno se suele tropezar a menudo. Si bien es cierto que se ha invertido mucho en su conservación y embellecimiento, ese esfuerzo ha tenido como contrapartida hacer del centro de Madrid un lugar que atrae al turista, pero que resulta incómodo a todo aquel que no tenga un alto poder adquisitivo.

Y además hace frío. Mucho frío.

 

1 comentario:

Juan M. Alameda dijo...

Precioso escrito sobre un Madrid que también yo he vivido y que, hasta cierto punto, sigo viviendo.