jueves, 13 de diciembre de 2012

Paisajes de guerra. 22-25 de noviembre de 2012


"De toda la memoria, solo vale
el don preclaro de evocar los sueños"

(Antonio Machado, Galerías, 1904)


En esta "caseta" que conserva impactos de bala, junto al Puente de los Franceses,
iniciamos las visitas los días 24 y 25 de noviembre

El letargo producido por la mezcla de tramadol, metamizol y tetrazepan, así como el temor a que este dolor no desaparezca nunca y que cualquier día amanezca con la pierna derecha como la del hijo de Gepetto, me sumen en tal marasmo que en algún momento llego a perder la conciencia del tiempo y del espacio. Aislado de todo, llegan a mis oídos los sonidos de la emoción que difícilmente pueden controlar los pequeños mientras preparan el Belén y el árbol de Navidad, ceremonia cuyo ritual vienen acariciando y anticipando en sus más mínimos detalles desde la semana pasada. El nerviosismo se puede cortar.



Puente de los Franceses

Mientras ensayo una imposible postura que alivie el sufrimiento, enredándome con la manta eléctrica y los cojines, engaño al reloj hojeando los tomos de Salas Larrazábal y Martínez Bande, los manuales de Iglesias Laguna y Ponce de León, la novela de Herrera Petere, el ensayo de Ronald Fraser… incapaz de centrar mi dispersa atención en algo concreto.



Uno de los puentes del siglo XIX que salvan los numerosos arroyos
que recorren la Casa de Campo

De vez en cuando me incorporo de la cama, tomo la medicina prescrita, y asomo la jeta con prudencia a un auténtico paisaje de guerra sembrado de restos de guirnaldas, adornos navideños, cajas de embalar apiladas sobre la mesa, así como los libros despejados de las baldas de una estantería donde se desarrollará toda la escenografía del Nacimiento.




Carmen y yo nos miramos en silencio, yo disculpando mi inactividad, ella consolándose de su propio cansancio con la alegría ruidosa y desbordante de los niños enloquecidos por los villancicos y la ansiedad. De vuelta a la cama procuro relajarme, cierro los ojos, lucho por dar la espalda a las molestias, y me abismo a un sueño pesado, letárgico, más cercano al duermevela, o a ese sopor paralizante en el que solemos perder el control, y en el que se mezclan las voces reales con las almacenadas en algún rincón de la cabeza, imágenes vividas, soñadas o sentidas que llegan a adquirir proporciones fantasmagóricas.



La Curva de la Muerte.


“Es muy difícil matar a un hombre en la guerra, nadie va a la guerra a morir, sí, es muy difícil matar a alguien…” retumban las palabras de Antonio Morcillo, en respuesta a una pregunta sobre el número de muertos durante la batalla de Madrid, acompasándose al ritmo de una marcha suave, la mía, 20 años atrás, descendiendo la cuesta que del Cerro Garabitas desemboca en la M30, hace mucho frío, está anocheciendo, los pinos y las encinas que escoltan mi carrera comienzan a proyectar sombras inquietantes, y tengo que darme prisa, pues apenas siento mis piernas desnudas y heladas, amoratadas y medio dormidas, empapadas por el aguanieve, mientras tuerzo a la derecha, al final de la cuesta, en dirección al Lago, y de pronto me encuentro debajo de un puente sobre el Manzanares acompañado por diez o doce mendigos que pescan enormes y resbaladizas carpas en el río y las arrojan a un serón que parece no tener fondo y apenas se ve nada porque ya es de noche y el humo que desprenden los trapos y astillas que se queman en un barril ennegrecido todo lo oculta, a excepción de ese tren que, aguas abajo, al poco de iniciar su marcha desde la estación de Príncipe Pío, rueda lenta, pesada, cansinamente hasta detenerse en el Puente de los Franceses resoplando en silencio como un animal exhausto del que se yergue una especie de apéndice metálico que arroja fuego y metal en nuestra dirección, más exactamente aguas arriba, y el fuego y la metralla chocan contra una plancha de hierro detrás de la cual se adivina el ajetreo de un batallón tendiendo una pasarela sobre un oscuro remanso, turbio y maloliente…



Junto a la Curva de la Muerte. Subiendo el monte, numerosos restos de guerra

Despierto con el corazón acelerado, sudando. Tardo en desempolvar la ubicuidad del sueño, hacerme una mínima composición de lugar. La casa está en silencio. Una luz tenue se desliza por el pasillo. Todo está en orden, como si no hubiera pasado nada, sin restos de la batalla que se libró aquella tarde.



Resto de una fortificación junto a la "curva de la muerte"


Carmen lee sentada en el sofá. No sé qué hora es. Seguramente tarde.

-          Los niños están cenados, bañados y acostados… - Me dice. ¿Vas a cenar algo?

-          Debería, la verdad… Pero no tengo hambre

Subiendo por la "Curva de la Muerte" hacia Garabitas, a la derecha,
se encuentra la posición Ifni, precedida
de un refugio donde esperaban las tropas y los pertrechos parar cruzar el río.
Aquí se levantó en su momento una edificación, que consistía en un salón y un 
retrete donde hacían un alto los reyes al volver de sus cacerías

Echo un vistazo a mi alrededor. Los cálidos brillos de las bombillas del árbol y del Belén me proporcionan esa quietud y calma que tanto necesito.

-          La verdad, es que se han portado muy bien… ¡No sabes cómo estaban!

-          Sí, ya me imagino... Pensaba que no ibais a terminarlo hoy…

-          Ya metidos en faena…


Madrid desde la posición Ifni




Desecho la idea de sentarme en el sillón, a su lado, sobre ese anaranjado animal, armado con afiladas  garras y dientes dispuesto a destrozarme las lumbares en cuanto me descuide a base de zarpazos y dentelladas. Me asomo a la ventana de la cocina. Ha caído una niebla espesa que todo lo cubre y difumina. El centro comercial, con sus luces apagadas, parece una fábrica en ruinas.




Por esta misma trinchera descenderían las tropas
defendiéndose como podían del fuego enemigo


No tengo sueño. Cojo el cuaderno. No puedo dejar de pensar en esas palabras de Antonio, en la dificultad de matar, casi tan grande como la de ponerse en el lugar del otro, sentir como propias sus penalidades y sufrimientos. Es una tarea ímproba siempre y cuando pretendamos trascender nuestro círculo más íntimo. Incluso entonces no es raro ignorar lo que le sucede a quien está a nuestro lado. Solo unos cuantos son capaces de cruzar esa línea roja y practicar la escucha serena, la comprensión, el sentimiento: la compasión.



Refugio de una anticuada pieza de artillería de gran calibre


Tristemente, esta labor de acercamiento se torna más sencilla si la dirigimos a los que ya no están entre nosotros o a los que están preparando un camino sin retorno. Está claro que sus testimonios nos alcanzan distorsionados por el olvido, por esos mecanismos de defensa que tienden a fijar unos hechos y desbaratar, desordenar otros hasta hacerlos casi irreconocibles. Asumir ese hándicap como un reto y acicate está en la base de toda vocación de historiador, y sin ella cualquier intento se derrumba. Ese afán de totalidad, cuyo corolario es la insatisfacción al tomar conciencia de que muchos detalles se nos ocultan de forma burlona, es lo que nos hace seguir adelante con las pesquisas a las que nunca podemos dedicar todo el tiempo y recursos que estimamos se merecen.





El diálogo con los muertos, no siempre unidireccional, requiere tocar infinidad de palos, manejar los más variados instrumentos y herramientas capaces de alumbrar esos rincones oscuros, aparentemente inaccesibles. Trabajo constante de crítica e interpretación, de relacionar y vincular, establecer asociaciones inéditas, rastrear esos enlaces que en un momento dado proporcionan una panorámica clara de lo buscado.

 

Hace más de 70 años no estaba tan colmatado este arroyo. Agazapadas y protegidas,
las tropas nacionales usaban este paso



En un momento dado lamentamos no haber agotado las fuentes que teníamos más a mano. El pudor, la lástima que provocaba someter al interrogado a ese esfuerzo de evocación no pocas veces doloroso, personalmente me empujaba a dar un paso atrás, conformándome con las anécdotas tantas veces repetidas que salían de los labios de mis padres sin asomo de sufrimiento ni pesar. Si en algún momento asomaba a sus rostros la emoción o percibía que se inundaban sus ojos, detenía en seco la entrevista y aparcaba ese morbo infantil, siempre aderezado con escenas dantescas y siniestras.


Muros así servirían de protección a los soldados en su camino
hacia las pasarelas


Sí. Confieso que me arrepiento de no haber profundizado en esas charlas, de no haber sabido dirigirlas con mano izquierda, de forma conveniente, sorteando, o dejando adivinar esos obstáculos enojosos que, de cualquier manera, habrían proporcionado una preciosa información. Ya es demasiado tarde.


Cerro Morán, con el depósito que distribuiría sus aguas por todo
el parque



Ese manantial de vivencias y anécdotas, que una rara miopía se negó a embalsar en su debido momento, se ha perdido irremediablemente. Los intentos de reconstrucción, de apuntalamiento, de masiva recogida de datos fueron tan tardíos como voluntariosos, todos ellos al albur de esas corrientes de historia oral, de historias de vida sobre las que hay que caminar con pies de plomo y ojo avizor.


Madrid desde el Cerro Morán


Al final, nos agarramos a los escasos recuerdos debidamente iluminados y documentados por las noticias que extraemos de aquí y de allá, y por el impulso y aire fresco que en contadas ocasiones saben imprimir los aniversarios y conmemoraciones.






Entre el jueves 22 y el domingo 25 de noviembre nuestra asociación GEFREMA celebró sus primeros diez años de vida con un ciclo de conferencias, la presentación del número 22 de la revista Frente de Madrid y dos visitas a sendos escenarios emblemáticos, casi míticos, de la batalla por la capital. Las conferencias se celebraron en la Escuela de Hostelería y Turismo, al lado de mi colegio de toda la vida, en mi barrio.



Panel explicativo de la Pista del Generalísimo, ahí llamada Pista Militar

Y las visitas, estupendamente dirigidas por Antonio Morcillo, ilustraban el desarrollo de las comunicaciones entre la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria, desde los duros días de noviembre de 1936 hasta el final de la contienda.

Inicio de la pista. Nuestras autoridades a punto estuvieron
de cargársela pues, además de ignorar de qué se trataba, tenía baches


 
El viernes noche pudimos asistir Carmen y yo a la última de las conferencias, la pronunciada por José Mª Sánchez, sobre la entrega de la ciudad de Madrid el 28 de marzo de 1939, a raíz de unos fotogramas del NODO que reproducen ese momento del saludo entre los coroneles Prada y Losas. La investigación de José Mª giraba alrededor del punto exacto en el que se produjo la entrega. Analizando las imágenes, las ruinas que rodean a los personajes principales o los escasos restos de un solado, lo ha conseguido ubicar entre el Hospital Clínico y el Asilo de Santa Cristina. A simple vista, puede parecer un dato irrelevante. Efectivamente, en nada cambia la percepción de los hechos. Pero volvemos a lo mismo, la conservación del detalle mientras esto sea posible, la preservación del recuerdo teniendo en cuenta los cambios que ha sufrido el terreno.




El sábado y el domingo nos citamos a primera hora de la mañana, junto al Puente de los Franceses, unas cincuenta personas con ganas de aprender. Resumir aquí todo lo escuchado, se sale de mi intención y retentiva. Varios artículos de la revista han tratado últimamente al pormenor estos asuntos con sobrada erudición y acopio de fuentes e ilustraciones.


La pista llegaba hasta el puente, que se abríó 10 o 12 días
antes del final de la guerra


 
Me quedo con las anécdotas, con las curiosidades. Como por ejemplo el trazado del ferrocarril del Norte, atravesando la Casa de Campo, por entonces propiedad de la Corona, en un claro gesto de corrupción o tráfico de influencias en la pintoresca corte de Isabel II.


Firma de un batallón en el cemento aún fresco

O la curva de la muerte, esa bajada desde Garabitas por la que tantas veces había corrido, que tenían que atravesar los vehículos y soldados nacionales, recibiendo el fuego enemigo, para cruzar el río camino de la bolsa de la Universitaria. Empresa audaz y temeraria llevada a cabo por la noche, en punto muerto y con las luces apagadas, pasando los hombres de uno en uno para no ser vistos. Aunque para imprudencia o cabezonería, el empecinamiento de Franco en ocupar la Ciudad Universitaria a cualquier precio, con todos sus generales en contra tras un mínimo cálculo de gasto y beneficio, en el que no parecieron incluir el mayor coste que suponía al Ejército Popular de la República, gestándose aquellos días, defenderse de esa punta de lanza.




Por no hablar de la vertiente simbólica o moral que suponía convertir un ataque inicial en una resistencia numantina, en un asedio, con los pingües rendimientos propagandísticos en el medio plazo después de la guerra.






Paisajes de guerra tantas veces pisados desde niño, como ese depósito de agua levantado durante el reinado de Alfonso XII en el Cerro Morán y que servía para regar el parque, al que fui varias veces con Bernardo y su familia a comer una empanada que preparaba Ilse y que, por sus dimensiones, horneaba en una tahona, ya desaparecida, de Laín Calvo. Desde ese altozano se contempla la ciudad con su doble cerco: el visible o exterior trazado por las tropas sublevadas en su fachada oeste-suroeste, y el invisible o interior, el de las persecuciones y asesinatos.


En este punto exacto, como bien nos indicó José María, el Coronel Prada hizo entrega de Madrid al Coronel Losas


En ese cerro arranca la solución definitiva para comunicar la Ciudad Universitaria con la retaguardia nacional en la Casa de Campo. Solución tan tardía, la de la Pista del Generalísimo, como del verano de 1938, época marcada por un furor constructivo cuando, después del Ebro, ya estaba todo el pescado vendido. Aún más: esa pista debía cruzar el río por el puente del mismo nombre, que solo fue inaugurado… ¡quince días antes de terminar la guerra!


Antonio Morcillo, Presidente de GEFREMA

La postración, la niebla que se espesa más y más, y ese frío interior que no deja de acompañarme me agitan de manera que mis pensamientos se disparan hacia esas fronteras extrañas que nos asoman a un mundo oscuro y sin salida, me impiden apreciar lo bueno de la vida sumiéndome en presagios funestos, tan alejados de la realidad como la noche del día. Lo único verdadero es la conciencia de haber sobrepasado con creces el ecuador de mi existencia, de haber recorrido más camino que el que me queda por transitar. De ahí cierta angustia e inquietud por dejar constancia de lo poco o mucho que haya podido acontecerme.


Uno de los apoyos del Puente

Y una noche tan larga como esta se presta como ninguna a la pesca en río revuelto, ya no sé qué derroteros puede tomar lo que tenía que haber sido una simple crónica en la que no dejan de entrometerse asuntos que, en cualquier otra circunstancia, no habrían tenido cabida. Me dejo arrastrar por esa corriente y no me desagrada.





Y ahora me veo en las escaleras de la Facultad de Derecho con mi hermano Rafa. No sé muy bien qué hago allí, pero es real. Me ha llevado en su vespino, que poco después heredaría yo. Creo que ni siquiera estoy en C.O.U. Me señala el perfil alto e imponente de la caja de cerillas, donde un par de años después comenzaría mis estudios. Es una mañana de primavera avanzada, con el verano en ciernes, y la explanada bulle de estudiantes.


Efecto de una mina, junto al Clínico

 Como en un palimpsesto se sobreponen las imágenes y se derraman instantáneas de otra Ciudad Universitaria vista en esas películas de los años 50, tan llenas de inocencia y optimismo, elegancia y blandura, cielos enormes y azules, limpios, arquitectura nueva, impecable, reflejo de un mundo que se suponía sin fisuras ni conflictos.


Un búnker, con funciones de observatorio, orientado hacia Madrid. Parque del Oeste


Fotografía que se difumina inexorablemente para dar paso al frío, la humedad y la grisura de un mes de noviembre de hace 76 años en que la moderna, casi vanguardista Ciudad Universitaria, en un tris de ser inaugurada, se convierte en una ratonera, un fondo de saco al que acceden con dificultad las tropas de Franco para tomar posiciones.

Agrónomos desde la Facultad de Oodontología. Dos
líneas enfrentadas

El domingo 25 me acompañó mi hermano José Ramón. Sentíamos ese mismo frío en la fachada de la Escuela de Arquitectura mientras Antonio Morcillo, con un sinfín de datos, hablaba de la gestación y creación de la Universitaria como solución a la dispersión de las facultades y ocurrencia, nunca confesada, de alejar a la población estudiantil, dada entonces a algaradas y protestas, del centro de Madrid.


Bajo los puentes sobre el Manzanares nos encontramos varias "soluciones habitacionales" Cuesta creer, pero es cierto, que en 2012 todavía viva gente en estas condiciones

En los sótanos de esa Escuela se habilitó una enfermería o quirófano de urgencia, y de allí eran trasladados los heridos a lomos de mulas hacia la retaguardia, en la Casa de Campo, cruzando las pasarelas sobre el río, blanco certero del fuego enemigo. Adversarios cuyas líneas estaban separadas, en algunos puntos, como entre las facultades de Odontología y de Agrónomos, por muy pocos metros.



Fachada de la Escuela Superior de Arquitectura



El H. Clínico, el Stadium, las obras de Eduardo Torroja, todos los edificios con sus usos trastocados, escenarios de un heroísmo de todo punto absurdo, innecesario... Alimento de una mitología claramente percibida y explotada en la posguerra, en el momento de reconstruir a toda prisa el complejo, de elaborar un discurso arquitectónico en el que había de aunarse religión, hispanismo, cultura y tradición, con el eje vertebrador de la Moncloa, monumento a los caídos, Arco del Triunfo con las Sierra de Guadarrama al fondo, Monasterio  del Aire…

 
Imposible detenerse sin que te detengan. Es la acera del Palacio de la Moncloa

Juan Casco me habló, incluso, de un proyecto más faraónico si cabe, que afectaba a toda la fachada de Rosales, hasta Palacio, compartiendo el estilo del Ministerio del Aire pero con el añadido de un puente gigantesco que enlazaría Moncloa con Garabitas.

Pero esa historia queda aplazada hasta que me haga con sus detalles, aunque ignoro si seré capaz de  afrontarla. De momento, el sueño me vence. Ya es muy tarde. Mañana será otro día.


En este mismo lugar, Deschamps tomó su famosa fotografía.
A ambos lados, la Casa de Velázquez y el Palacio de la Moncloa



Foto tomada desde el edificio de la Junta del Distrito de Moncloa, en su origen
un monumento conmemorativo a los caidos durante la guerra en Madrid.

"La entrada en la Ciudad Universitaria, el tremendo forcejeo que se libró en sus principales edificios: Palacete, Casa de Velázquez, Escuela de Arquitectura, Asilo de Santa Cristina y especialmente el Clínico; los combates en Usera y Carabanchel Bajo; los repetidos asaltos al Puente de los Franceses o el paseo de la Moncloa, fueron fértiles en actos de valor heroico que se prodigaron en uno y otro bando, en los que se luchaba por la posesión  o pérdida de minúsculos objetivos que la mayor de las veces carecían de la menor importancia. Era más una lucha de amor propio que un enfrentamiento militar. Todo el heroísmo resultaba completamente gratuito" Ramón Salas Larrazábal. Historia del Ejército Popular de la República, I, p. 796

viernes, 30 de noviembre de 2012

Enseñanzas de un desayuno (17-11-2012)

Capilla del Ave María con las dos puertas de acceso al comedor



Noviembre se afirmó templado y húmedo, extendiendo un manto gris de tristeza y evocación. La mañana de aquél sábado 17, tercera jornada de un resfriado que inauguraba con fuerza la temporada, amanecimos antes de las siete, apenas rayaba el alba, después de una noche de lluvia menuda y llorona. Lamenté profundamente no haber obedecido a aquella máxima encerrada en uno de los adagios con más contenido que conozco: “El hombre es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras”. Porque el compromiso adquirido dos meses atrás, cuyo incumplimiento solo estuvo justificado el 20 de octubre, se revolvió contra mi pereza y desgana al sonar el despertador.

No había marcha atrás. Salimos pitando Itziar y yo camino del colegio, donde nos esperaban Inés y Marina, María M. y Eva, Alejandro G., Mar y Rosa. Atravesamos el parque todavía desierto, alfombrado con las hojas coloristas de los sauces y chopos, ginkos, plataneros y prunos; zigzagueamos por San Bruno buscando el camino más corto ya que, en principio, llegábamos tarde. Nada más lejos: a las 8, solo se había presentado Mar que, curiosamente, es la que vivía más apartada.

La verdad es que no sabía muy bien dónde me había metido y eso que, antes de verano, había jaleado y aplaudido la iniciativa de mi hija, sugerida por Ana María, que consistía en, acompañada de algunos compañeros de clase, un par de madres, la propia Ana María (directora del colegio de Sara, “La Anunciata”) y todo aquel que se quisiera sumar, echar una mano en el comedor social del Ave María. Teniendo presente ese cerco que se va estrechando cada vez más (aunque muchos no lo quieran ver) y el futuro negro como la pez que nos espera, a Carmen y a mí nos parece muy instructivo que los críos conozcan realidades diferentes de aquellas en las que están inmersos. En ese sentido, a principios de curso me comprometí a acompañarles un tercer sábado de mes, que es el día que tienen asignado los colegios San Juan García y Anunciata.
El comedor del Ave María fue fundado en 1611 por el trinitario San Simón de Rojas (1552-1624), uno de esos personajes que pululaban por la corte de los Austrias y que gozaba de gran y merecido predicamento entre los miembros de la familia real. Desde entonces, presta sus servicios en la calle Doctor Cortezo, adosado a la capilla del Ave María y arrimado a los cines Ideal. Dichos servicios consisten en el reparto de desayunos de lunes a sábado, entre las 9 y las 11 de la mañana.

Llegamos poco antes de las nueve, y ya más de cincuenta personas aguardaban a que se abrieran las puertas. Los chicos, como es costumbre, van primero a un par de establecimientos de la zona donde, por lo general, les suelen dar sándwiches y bollería de la tarde anterior con lo que se redondean los desayunos servidos.

Al comedor, con una capacidad de 70 personas aproximadamente, se accede bajando una pequeña rampa. Al fondo del mismo se encuentra la cocina. Como bien observó Marina, éramos demasiados, pues a nosotros nueve se sumaban siete voluntarios más, antiguos alumnos de la Universidad americana de Emory (Atlanta) que todos los años, por estas fechas, se suelen pasar por el comedor para cumplir con el “Emory Cares International Service Day”.
Antiguos alumnos de la Universidad de Emory (Atlanta)
practicando una costumbre que no sé si se lleva por estos lares
  
Con las mesas preparadas, se abrieron las puertas y se fueron colocando todos en sus asientos. Se hizo el silencio y, una de las mujeres que llevaban la voz cantante en la cocina, se plantó en mitad del salón, comprobó que todo estaba en orden y, después de saludar con un escueto “buenos días” entonó un triple “Ave María”, al que los allí asistentes, en un murmullo casi ininteligible, respondían con sendos “gratia plena”, después de lo cual comenzaron a desayunar.

Nosotros pasábamos por las mesas, donde estaban perfectamente colocados un tazón, un plato con fiambre, un tercio de pistola, un yogur y un bollo, ofreciendo leche, café, cola-cao, azúcar, agua, servilletas y una bolsa que les servía para guardar aquello que no se tomaban en el momento. Era un no parar. A medida que terminaban de desayunar, había que recoger, limpiar las mesas, barrer el suelo y volver a colocar servicios nuevos. Así, cinco tandas. Itziar y sus compañeros lo hacían con la mayor naturalidad y desenvoltura, como algo rutinario y cotidiano, a lo que estuvieran acostumbrados. Debo reconocer que, al principio, a mí me resultaba un poco violento: no sabía muy bien cómo dirigirme a ellos (¿de tú, de usted?: opté por este último), con qué cara mirarles (instintivamente, uno tiende a evitar cruzarse con sus ojos). Pero esta incomodidad fue desapareciendo enseguida, creándose un ambiente de normalidad, dentro de las prisas que exigía el momento.
Terminada la jornada, la foto de rigor, publicada
en una revista de la universidad americana
  

A la vez que recogían, Inés, Itziar, María M. y Alejandro G. chapurreaban inglés y francés con los ex alumnos de Emory, uno de los cuales estaba acompañado por dos de sus hijos y vivían en España. Hablaban de los estudios, la universidad… dándole a la situación un tono distendido y relajado.

Porque todo se asemejaba un poco a esas escenas de las instituciones de caridad y beneficencia (y sus gestore(a)s) tan bien recogidas por Galdós o Baroja… ma non tropo. A eso me refería cuando hablaba más arriba del cerco que se estrecha (te robo la idea, Chusa), pues no solo te encuentras allí con el “transeúnte” (¡menudo eufemismo!), indigente o mendigo al que se supone típico beneficiario de esos servicios. En cada tanda entraban varias personas que no respondían a dicho patrón, y que deben arrastrar unas historias sobrecogedoras, igual de tristes que las de sus compañeros, pero más próximas a lo que, convencionalmente, denominamos “normalidad”. Y es que, tal como están las cosas, nadie está libre de que un vaivén de la suerte o una decisión inapelable que nos afecte directa o indirectamente, nos ponga en esa misma tesitura. También nos llamó la atención la escasez de mujeres que acudían al comedor. En un cálculo muy aproximado, no llegaban al 10%. Se ve que disponen de más habilidades, de una mayor capacidad de crear redes y lazos de ayuda que, al menos, difieran o suavicen el empobrecimiento.
San Simón de Rojas (1552-1624). Patrón de Móstoles
¿Solidaridad, caridad, beneficencia, compasión, voluntariado…? ¡Qué sé yo…!. Pero, al menos, pude extraer una enseñanza del desayuno de aquel sábado gris y llorón: no debemos vivir en una burbuja, en un compartimento estanco. Aunque es cierto que una de las formas de protegernos de la crisis es reforzar, blindar y cultivar nuestro pequeño ecosistema (familia y amigos), que es en lo único en lo que nos podemos apoyar si nos apunta el desastre, hay que tener en cuenta que también hay un mundo ahí fuera y que no deben ser siempre los otros los encargados de cubrir sus necesidades. Y es puro egoísmo, el egoísmo peor entendido (ya que nunca se practica) mencionado, como de pasada, en el eje vertebrador del Cristianismo: "Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo". Mi bienestar depende del bienestrar de aquel que está a mi lado. Si su bienestar peligra, el mío no tardará en correr la misma suerte. En cualquier momento puedo ser yo el que haga cola, bajo la lluvia, en la calle Doctor Cortezo.


Vista nocturna de la capilla. A la izquierda,
los cines Ideal. Puro contraste

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Una foto por 40 euros


Un espectáculo: La Serena verde como hacía años


Que el tiempo y el espacio están ligados de alguna manera ha sido y es materia de estudio y reflexión por parte de físicos, filósofos y poetas. A mis cortas entendederas se le escapan los detalles de sus cálculos y conclusiones, todas ellas cargadas de poderosas razones científicas susceptibles de réplica o debate. Sin embargo, desde muy pequeño sí he percibido la intervención del tiempo en el espacio. Y no me refiero al tiempo cronológico, al de reloj o calendario, y a su labor de desgaste; ni siquiera al tiempo meteorológico, al que tanta atención prestamos y que a menudo nos condiciona. Hablo de una acepción más anodina o convencional del tiempo, más humana de cualquier forma: es el tiempo que marcan los días de la semana, regulado por la actividad del hombre, ese trabajo que, de ordinario y dependiendo de nuestras ocupaciones, nos sustrae del entorno en que vivimos y nos movemos.
 
Paseando por el Zújar

 
Como decía, en relación al poder del tiempo sobre el espacio, conservo esas impresiones infantiles, no muy distintas de aquellas que vuelvo a sentir de vez en cuando en la actualidad. Era la luz que entraba en mi habitación en aquellas ocasiones que una indisposición me impedía ir al colegio y mi madre, tras una breve exploración que descartara pereza o fingimiento, me aconsejaba permanecer en la cama hasta que llegara el médico. Solo me levantaba mientras ella aireaba el cuarto, estiraba las sábanas y recogía la ropa y los trastos. Cuando volvía a acostarme, al cabo de unos minutos, ahí seguía esa luz, tan distinta de aquella que inundaba las aulas después de acariciar las enormes y majestuosas copas de los retorcidos pinos del patio y la torre neo-mudéjar de Santa Cristina. Quizás fuera más brillante y fría, con toques metálicos, cristalinos. Y a lomos de la luz, los sonidos de la calle: el afilador con su silbante llamada a los potenciales clientes, apostado en alguna esquina estratégica; el butanero, golpeando las bombonas a la espera de que alguien, desde la ventana, le hiciera una seña con los dedos (una, dos); el tapicero, proclamando la excelencia, baratura y rapidez de su trabajo; el repartidor de Skol, que suministraba, además de cerveza, gaseosa de Mora (Toledo) y que aumentó su oferta de productos hasta incluir dulces y mantecados… A esos sonidos se sumaban los puramente domésticos, como el de la lavadora, la aspiradora, el frenético silbido de la olla a presión o el timbre que anunciaba la visita más o menos oportuna de alguna vecina, dependiendo de lo avanzado o no del estado de las tareas planificadas por mi madre para ese día. La fiebre y ese runrún me adormecían, creando una especie de atmósfera protectora y amable.
 
 
 
 
El viernes pasado tuve una experiencia muy parecida. Cuando salimos del Pantano camino de Villanueva me invadió esa sensación de diferencia, como si el campo fuera consciente de que se trataba de un día laborable y nosotros fuéramos insignificantes (e invisibles) forasteros. Había otra luz, una calma y quietud características. ¡Qué sensación de bienestar! El pasto, de un verde poderoso y contundente, brillaba despidiendo mil destellos, meciéndose con la brisa templada de esta húmeda primavera de noviembre. Punteado de flores blancas y amarillas, recorrido por caudalosos (ayer secos) y sonoros arroyos que recogían las aguas de las colinas, se extendía como un manto ondulado hasta las sierras de Castuera y Monterrubio, en cuyas alturas se enredaban nubes esponjosas y de un blanco insultante. El momento pedía una fotografía, que decidimos posponer hasta terminar las gestiones que nos habían llevado a Villanueva.
 
 
 
 
Sobre las tres de la tarde retomamos el camino acompañados de una pequeña borrasca que, descargando parte de su contenido en el pueblo, seguía nuestros pasos. Al llegar al punto donde tanto nos había impactado el paisaje, detuvimos el coche en la carretera y salí a hacer con el móvil las fotos que reclamaba la situación. La borrasca que parecía perseguirnos y las nubes enredadas en la sierra amenazaban con unirse, oscureciendo un tanto el entorno. Aún así, tiré unas cuantas hasta que un coche de la Guardia Civil, que venía desde La Coronada, se detuvo a mi lado. Se apeó uno de los agentes y me espetó:
 
El río Zújar. Las aguas bajan ocres de tanto barro recogido

 
-¿Sabe Vd. que no puede detenerse aquí?- Me dijo en un tono de enfado, como si se tratara de algo personal.
-Sí… Bueno, creo que no molesto a nadie-Efectivamente, el tráfico era inexistente-De todas formas, ya me voy
-De momento, le voy a poner una sanción… Son 80 €, si la abona antes de 20 días, se queda en 40. Así que, suba al coche y deténgase pasado el río, a la derecha.
Estupefacto, miré a su compañero, que no sabía muy bien dónde meterse. Obedecí sin rechistar.
 
 
Canal del Zújar

Paramos pasado el Zújar e intentamos suavizar la tensión del momento, aduciendo que estábamos de acuerdo con que había cometido una falta (leve: puntualizó el agente), pero que no creíamos causar ningún perjuicio a la circulación ya que, aparte de no existir, estábamos bastante alejados de cualquier cambio de rasante que supusiera, de antemano, un peligro. Que sí, que el código de circulación lo dice bien claro, pero que también se puede contar con la flexibilidad de su intérprete y ejecutor; que, en realidad, si observamos los códigos con lupa y aplicamos con rigor todas sus normas, no hay nadie que se libre de infringir todos los días un par de veces lo estipulado en alguno de sus artículos. Eso no pareció gustarle:
-Vd. no tiene que decirme cómo debo hacer mi trabajo- Protestó el que llevaba la voz cantante, encantado de su condición de autoridad a tenor de cómo presumía del uniforme y las exageradas e inoportunas gafas de sol que no se dignó a quitarse en ningún momento- ¡Haga el favor de enseñarme la documentación!
Le acerqué lo que pedía. Carmen insistía en mantener con ese individuo una charla entre amistosa y firme, lo cual parecía gustarle:
-Señora, con Vd. sí se puede hablar. Voy a decirle una cosa. –Entonó de forma didáctica y solemne- Yo hago todos los meses 9000 kilómetros. Si a fin de mes ve mi jefe que no he puesto ninguna sanción, ¿qué cree que me diría?
-¿…?
-Pues que no estoy cumpliendo con mi obligación
-O sea, que no cumple objetivos…
-No, no… No son objetivos, son puntos. Si yo paro a un conductor y da positivo en el control de alcoholemia y me dice que no volverá a hacerlo, yo tengo que sancionarle, de todas formas. Es mi trabajo. Además su sanción (la de Vds.) es muy leve, la pueden pagar en cualquier sucursal del Santander
-A ver, un momento- Insistió Carmen- Yo creo que con un rapapolvo, con ponernos la cara colorada, el objetivo de la sanción está cubierto. Tenga por seguro que ya no se nos ocurrirá pararnos otra vez en la carretera
-No sigan por ahí, que no me van a convencer. Además, tenemos mucha prisa, pues tenemos aviso de un accidente en esta misma carretera, no sé si por allí o por allí.
-¡…!
-La ley es la ley y todos tienen que cumplirla, ¿o no?. Así que, haga el favor de firmar en este recuadro. Tengo que dársela en papel porque aquí no tengo cobertura.
Solo faltó decirnos: “Anda, continúen su camino, y no pequen más”
 
Canal del Zújar

Con el sentimiento de haber sido víctimas del sheriff de Nottingham, mezclado con el convencimiento de que la arbitrariedad y la corrupción (“Bonificación por pronto pago”) están tan arraigados que va a ser difícil la necesaria regeneración, seguimos carretera adelante, bendecidos por una autoridad que, en sus formas, nos acerca cada día más a latitudes que nunca hubiéramos imaginado habitar.
Sin embargo, no sé si será el yoga, pero el caso es que este incidente no consiguió empañar un gran día.